La flecha ha sido conquista. En manos de un arquero bien entrenado, es subsistencia. Es defensa y ataque. Es desarrollo y evolución. A veces, también es diversión, siempre que representa una manera pacífica de competir y demostrar habilidad. Cuando los ingleses invadieron Francia a finales del medioevo europeo, sus campesinos armados de arcos humillaron a la élite de la caballería pesada francesa y convirtieron a esta arma en un símbolo de igualdad y revolución social.
¿Cómo entra aquí esa historia de aquel que primero lanza la flecha y luego pinta la diana dondequiera que haya caído? Es difícil saberlo. Más allá de pensarlo como una mera trampa o un mal chiste podríamos asignarle el valor de una metáfora sobre la actitud, sobre una forma positiva de ver los problemas. Siempre hay que disparar, hay que actuar aunque falles, nos dice de algún modo esta idea; lo que verdaderamente vale es lo que hagas de ello después, cualquiera que sea el resultado. Echando mano a una interpretación más metafísica, podríamos decir que si el hombre es arquitecto de su destino, si es el capitán de su barco y decide el camino conforme avanza, entonces la diana que pintemos debe ser la nuestra, no la de los demás. A nosotros nos toca decidir si salimos exitosos o nos damos por vencidos, no importa en donde haya aterrizado el dardo.
Puede ser. Sin embargo, un argumento así no puede dejar de sonarnos a broma en el mundo real. Podemos dar las interpretaciones que se quieran, pero la diana está ahí para recordarnos que la flecha solo encuentra su razón de existir al acertar. Lo demás no importa. No tenemos mucho qué decir del soldado que falla con su flecha al que lo embiste o del cazador al que se le escapa la liebre. Daría igual que estuvieran o no, el resultado es fracaso, es intrascendencia, es desperdicio, es vergüenza.
Cuando se tira la flecha simplemente por tirarla y queda uno satisfecho con cualquiera que sea el resultado le restamos sentido al acto y robamos sustancia a la flecha. Ambos se desvanecen sin tener una razón de ser si creemos que la diana se puede pintar donde haya caído la flecha. No hay preparación, destreza ni estilo que valgan. El resultado no importa, ya lo arreglaremos. Vaya, ni siquiera tiene que ser una buena flecha; cualquier objeto arrojadizo será más que suficiente para esto.
Esta interpretación relajada de pintar nuestra diana después del tiro que nos ofrece la vida moderna –esa que nos ha traído una vida relativamente más cómoda y tranquila, la que ha dado origen a lo que algunos denominan sin respeto la “generación de cristal”– nos puede resultar interesante y probablemente buscaremos interpretaciones profundas. Sin embargo, no podemos más que pensar que fue una suerte que el legendario Guillermo Tell no hubiera tenido que pintar una diana en la cara de su primogénito luego de apuntar su flecha a unos centímetros más arriba. Al menos así no tuvo que decir: “perdona, pero esta es mi diana, esta es mi verdad”. Podemos suponer con cierta confianza que su hijo le agradeció de corazón ser tradicionalista.
Tarea. Elaborar un ensayo de libre extensión sobre la narración del coordinador respecto a un arquero cuyos tiros, todos ellos, aparecen siempre en el centro del blanco. La estrategia para “acertar” siempre en el centro consiste en primero disparar la flecha y luego dibujar el blanco de círculos concéntricos.