–¡Efraín! ¡Efraín! ¡Ven para acá! ¿Cuántas se ha tomado el borracho de la quince?
–Pues unas seis, jefe. Hoy va para largo.
–Me lo imaginaba. Desde hace un rato estoy oyendo esa dichosa cancioncita suya. Ya no sé si la sueño. Pues ve a decirle que se calle. Ah, y solo las primeras dos copas son gratis; las demás se las cobras.
–Ahorita le digo, pero se va a enojar.
–Pues si te dice algo, me lo sacan y se acabó. Nomás eso me faltaba. Lo aguanto porque a los gringos les parece folclórico. De otro modo hace mucho no pondría un pie aquí.
Desde la otra esquina del local se oía la voz remojada en aguardiente. Como todos los días, José Alfredo cantaba la misma canción:
Estoy en el rincón de una cantina,
oyendo la canción que yo pedí
–Este “senior” es muy “mecsicanou”, ¿verdad? –preguntaban los extranjeros, extasiados testigos del epítome de la esencia nacional, aún ignorantes de que los asaltarían en cuanto pusieran un pie fuera del lugar y se adentraran en la plaza.
–Oh, sí. Mucho –contestaba el aburrido mesero, pensando en lo que tendría que limpiar después de sacar al borracho en vilo al terminar la noche.
En las cantinas, los viejos prefieren escuchar antiguas melodías “clásicas”, como “Han nacido en mi rancho dos arbolitos” o “El rey”. Las nuevas generaciones no comparten la misma emoción y se inclinan más por “El mariachi loco”, si acaso. Pero, sobre todas estas, son las canciones de amor no correspondido, de traiciones y amarguras, las que trascienden a las generaciones y se han mantenido populares en todo momento. A los gringos les encantan, igual que a los latinoamericanos y europeos. No hay español que al escucharlas no se sienta “mejjjicano”.
José Alfredo era “muy mexicano”, como sus canciones. Y apenas había un instante en el que no se le encontrara cantando. En esta ocasión, después de pasar por las etapas de rigor en los borrachos —ya había interpretado “la Negra” y varios corridos con historias de caballos, además de buscar pleito con los vecinos, quienes por suerte sencillamente lo ignoraron—, había comenzado a plañir otra tonada sin final feliz.
Sus melodías eran casi siempre tristes, “dolidas”. Y cuando las cantaba, uno estaría tentado a apostar que en cualquier momento iba a estallar en llanto, si bien a él le gustaba decir que no eran lágrimas, sino que cantaba “con mucho sentimiento”.
¿Quién no sabe en esta vida
la traición tan conocida
que nos deja un mal amor?
Lo más sorprendente es que muchas de estas melodías las había compuesto él, en un estilo sencillo que dejaba ver una habilidad natural para esto. Quizá por esta facilidad para las letras, y por su aspecto modestamente pulcro —al menos lo era cuando llegaba—, había quien pensaba que José Alfredo debía ser oficinista o algo así, aunque las abultadas patillas y el bigote, grande pero bien cuidado, parecían decir otra cosa. Para otros, atentos a sus curtidas manos, era más probable que tuviera algún trabajo manual, como mecánico o albañil, no obstante que el resto de su cuerpo no correspondía con una ocupación física. Al contrario, un abdomen protuberante delataba un gusto especial por la cerveza y en su cara se hacía evidente su afición por las bebidas más fuertes.
En fin, nadie sabía quien era ni de dónde había salido, pero todos los días entraba decidido por las puertas batientes, vestido con un traje de charro recién lavado —casi un disfraz de clase media rural de cien años atrás, muy sencillo aunque algo ajado, que contrastaba con la modernidad de la ciudad—. Nada más llegar, pedía su primer tequila y casi a diario terminaba debajo de la mesa, bañado en vómito, orines y alcohol.
¿Quién no llega a la cantina
exigiendo su tequila
y exigiendo su canción?
Probablemente eligió ese local porque las paredes estaban decoradas con imágenes de actores famosos de las películas de charros. Lo único cierto es que aquí lo toleraban. Había llegado a un acuerdo con el dueño, y en ocasiones le regalaban unas copas y le servían doble la “botana”. A cambio, solo debía dejarse tomar fotos con los turistas y cantar con su voz rasposa algunas pocas canciones.
Mucho se especulaba sobre su vida. Pero lo que nadie, absolutamente nadie, lograría descifrar era la causa de sus penas. Vaya, ni siquiera él. Sin embargo, era claro que morir lentamente por un sentimiento que lo carcomía por dentro era parte de su esencia. Como todo charro de película, en el fondo, el borracho consideraba que la vida estaba incompleta sin un amor desgarrado, de esos que corroen el alma y el espíritu.
Yo sé que tu recuerdo es mi desgracia,
y vengo aquí nomás a recordar,
que amargas son las cosas que nos pasan
cuando hay una mujer que paga mal.
Cuando hacía falta ponerle cara a su sufrimiento, en su mente creaba la imagen de alguna mujer bella, con un sencillo vestido blanco y peinada de trenzas. Otras veces, se esforzaba por rescatar de la niebla de su memoria a alguna vieja compañera de escuela que nunca lo había volteado a ver. Lo cierto es que solo eran invenciones, pues ninguna arpía legendaria había logrado romperle el corazón antes de la tercera copa.
–¡Efraín! ¡Efraín! ¡Ven para acá! ¿Sigue ahí el borracho?
–Sí jefe, ahí está.
–Pues mira; a esos japoneses que van llegando me los pones en una mesa junto a él y le dices que se cante esa muy sufrida que tanto le gusta.
“Me están sirviendo ya la del estribo.
Ahorita ya no sé si tengo fe.
Ahorita solamente ya les pido
que toquen otra vez la que se fue."