I

“¡Fué el mayordomo!”, gritó la doncella, mientras trataba de esconder en los pliegues de su vestido la tasa de té que tomó del buró de su ahora difunto amante, Lord Wellington.

II

Aún oigo el revolotear de sus alas y casi siento sus afilados colmillos sobre mi cuello. Sigue detrás de mí. Ya se ve la luz del sol al final del pasillo. Solo faltan unos pasos más. El conde transilvano jamás me podrá alcanzar. ¿Pero qué es esto? ¿De dónde salió esta reja? ¡No! ¡ahí viene! ¡Ya llega!

III

—¡Abajo, métanse al hoyo que ahí vienen los zapatistas! —gritó el hombre.

Las muchachas apenas alcanzaron a cerrar la puertecilla del piso cuando comenzaron los golpes en la entrada. Un hombre alto y moreno, seguramente campesino por sus ropas y la rudeza de sus manos, sonreía armado con una carabina vieja y carrilleras.

—Hola, don Julián. Ya vinimos a visitarlo. Solo usted faltaba. ¿Sus hijas dónde andan? Me dicen que son muy bonitas.

Entró con energía y empujó a Julián, que no tuvo más remedio que dejarlo pasar. Tomó la botella de tequila y comenzó a caminar por la sala. Las botas sucias golpeaban con fuerza sobre la madera.

En cualquier momento el bruto y su tropa pisarían un poco más allá, y se oiría el ruido hueco de la pequeña puerta en el suelo. Cada minuto era más largo que el anterior. Julián sudaba.