La película “The Gambler”, o “El Jugador” en castellano, fue dirigida por Rupert Wyatt como una nueva interpretación de la producción con el mismo título que apareció exactamente hace cincuenta años y ambas retoma muy vagamente la novela de Dostoyevski. Sin entrar en comparaciones, se trata de una historia más sobre la fragilidad del hombre y la tragedia de quien sucumbe a sus debilidades; una realización presentable y rebosante de tensión, como se espera de una película de Hollywood que se respete. En efecto, hay presupuesto y la protagoniza un actor famoso de películas de acción. Además, y para darle mayor intensidad, tenemos al prestamista malévolo –de hecho, hay más de uno– y hasta a la alumna atractiva y brillante que lo acosa sutilmente y que es con quien se queda al final.

No hay gran profundidad, pero hay temas interesantes. El héroe –o mejor, el antihéroe– es un personaje apático y antipático. Peor que eso, tenemos frente a nosotros a un hombre envuelto en un desprecio suicida por la vida y por el mundo. Vacío, sin posibilidad de llenarse. No sabemos exactamente por qué, aunque hay pistas: familia rica, padre ausente, madre frívola. Quizá es una metáfora de la modernidad, no sabemos, pues no somos psicoanalistas ni filósofos. Lo que sí sabemos es que, conforme salta de una complicación a otra, nuestro protagonista lucha sin muchas ganas contra el tiempo, las deudas, la angustia y, en el límite, aun contra su propia madre millonaria, harta de salvarlo de sus deudas. Se siente cómodo navegando en la marginalidad de los bajos fondos y hasta parece que incluso la busca y planea las cosas para hundirse cada vez más. Ni siquiera respeta el juego, pues por toda “estrategia” se lanza ciégamente a apostarlo todo en cada mano hasta perderlo. ¡Vaya jugador! Al final, y para tranquilidad de aquellos que se niegan a terminar las películas con mal sabor de boca, se salva, manda lejos todos los problemas y sienta cabeza con la muchacha de la película. ¿Será que en el cine difícilmente podemos esperar algo diferente?

En efecto, la solución no es la perdición total, sino –claro, ¿por qué no?– la gloria, cuando una mano excepcional en la mesa de juego que le resuelve el problemita, es decir, le arregla en su enésima tirada la deuda, la vida y el amor. Es el sueño de cualquier jugador.

Como sea, hay final feliz; asunto resuelto y a lo que sigue. Sin embargo, algo aquí nos deja inquietos. En primer lugar, no podemos más que preguntarnos qué habría pasado si este giro afortunado de la ruleta, esta pelotita milagrosa que termina de un rebote con la amenaza que se cierne sobre la cabeza del protagonista, hubiera aparecido al inicio y no al final del filme. Bueno, pues lo más probable es que no habríamos tenido película; estas no están hechas de jugadores afortunados, si es que eso existe, así que encontramos a nuestro desagradable personaje en medio de una mala racha, de modo que sí hay suficiente para un guion.

En efecto, hay película y debemos creer que de ahí en adelante todos vivirán felices. El milagro termina con todo lo malo, el sobreviviente paga sobradamente sus deudas y se queda con la chica. ¿Será que lo sucedido fue suficiente escarmiento y ya es un hombre nuevo? ¿La joven que es objeto de sus mediocres atenciones lo llevará por el buen camino y salvará su espíritu como una moderna Beatriz a la salida del Purgatorio? ¿Terminará con su frenética carrera suicida? Ni siquiera habrá que esperar al próximo capítulo para encontrar que las respuestas son sí a todo.

¿Cómo, ya terminó? No, no puede quedar así. Alguna razón debe de haber para que la película no se llame “Las aventuras de un maestro” o “Viaje de ida y vuelta al infierno”. Aunque no sea más que un ser enfermo y vacío, nos hemos involucrado durante dos horas de función con una persona que encarna a “El Jugador”, así, con mayúscula, y sabemos, aunque nos lo quieran ocultar de mala manera, que eso no puede ser temporal, periférico o tangencial. Claro que no, es parte de su esencia, como lo ordena el título y la etiqueta. Así nos lo vendieron. Una vida como esa, un espíritu de autodestrucción tan puro no pueden ser desechables y difuminarse así como así.

Además, el hombre no tiene otra cosa. Es más que evidente que ser maestro no le funciona muy bien. Su ocupación no es más que un comentario al calce y que lo mismo daría si fuera bombero. Esta alma suicida, habitante único de su propio vacío existencial, solo es capaz de lanzar en la cara de sus alumnos su frustración como escritor fracasado o, lo que es todavía más lamentable, la de un escritor que se considera a sí mismo igual a tantos otros. Para él, un “best-seller” no es suficiente (“si no tienen la chispa de la genialidad, –o algo así le dice a este grupo de estudiantes que va desapareciendo conforme pasan los días–, si no pueden ser genios de la literatura mejor ni lo intenten”). Por cierto, este tema del escritor sería digno de un ensayo más interesante o incluso un libro, pero lo dejaremos hasta aquí, pues al parecer lo que en realidad importa es que viva evadiendo a los cobradores, pues todo indica que disfruta que lo golpeen y amenacen con matarlo.

Algo huele mal aquí. Por alguna razón oscura nos quieren convencer de que lo único que lo ha podido salvar es repetir por enésima vez esa misma conducta que lo llevó a las profundidades: el juego. No hay alternativa, no hay cambio, no hay redención; lo único que puede salvarlo es esta apuesta única, enorme, total, con la que sale de sus deudas. Y encima nos quieren hacen pensar que con ello renace, que ahí está la salvación y el camino al paraíso. ¿Pues qué somos niños de pecho?

No, no pueden engañarnos sin devolvernos el dinero del boleto (hipotético, vaya) y las dos horas de vida invertidas ahí. No lograrán convencernos de que este espíritu sin esperanza terminará sus días con una barriga de consideración, al lado de la misma mujer que cuarenta años antes fue a buscar. Nadie nos hará creer que el galán de ahora será un viejo de cabello blanco y escaso que saca la basura por las mañanas antes de volver a la mesa de la cocina a terminar de componer el libro en turno, ese que les dará a los de casa apenas para sobrevivir ese año. Por supuesto, de criar hijos sanos y respetables, como haría un padre responsable, mejor ni hablamos.

No, en el fondo no perdemos la esperanza de que el protagonista haga honor al título de la obra y que, en vez de solo salir del atolladero, se sumergirá de una buena vez en la ruina total, como Dios manda. Tal vez no será ahora ni mañana, pero estamos seguros de que ese día llegará. No parece mucho pedir ¿o sí? Rechacemos las aventuras pasajeras, por graves que parezcan; necesitamos un descenso pronto e ineludible a las profundidades, metáfora de la perdición del hombre frente a su destino manifiesto.

Así es, no nos dejemos distraer; las peripecias que pasó nuestro protagonista y el final feliz son solo una trampa para intentar confundirnos. El jugador lo es en esencia. Si el mundo en realidad funcionara como debe de ser, como pensamos que es, nuestro personaje tendría que repetirlo todo una vez más, las veces que sean necesarias para alcanzar su suerte última, que lo espera a la vuelta de la esquina. Lo sabemos, nos lo repetimos varias veces: lo único verdaderamente suyo es esta relación enferma consigo mismo, que a todas luces se antoja incurable. Claro que vendrán de nuevo los problemas, nuestro héroe enfrentará nuevos obstáculos y, más temprano que tarde, lo envolverá la tragedia. Luego, con resignación, con miedo o como sea que decida el guionista, nuestro héroe bajará los ojos y enfrentará la vastedad del abismo a sus pies. O tal vez lo mirará con el mismo desapego de siempre. O, quién sabe, quizá aparecerá un coro de arcángeles paraa rescatar su alma del averno en una escena digna de Goethe o de Zorrilla. Es igual, eso no importa. Lo importante, si tenemos un gramo menos de apatía que nuestro protagonista, es que después de este final viene lo bueno y lo que debe pasar pasará. En el todo o nada, en el feliz o desgraciado, ahí en donde casi nunca hay felicidad, el cliché dará vuelta al ciclo y recobrará su peso; la aniquilación llevará la mano y llegará el final, el verdadero final, el único final posible para alguien así. Si tenemos suerte, el inevitable desenlace llegará más pronto de lo que creemos y nos ahorrará algunas congojas. Aunque, seamos sinceros, probablemente no tenemos tanta suerte. La película estuvo entretenida, ahora pasemos a la historia siguiente.

Tarea: Elaborar un ensayo sobre los temas que aborda la película EL APOSTADOR, drama de Rupert Wyatt de 2014, inscrita en Netflix (sic).