¿Qué puede decirnos hoy una comedia escrita en la Roma antigua hace casi dos mil años? Probablemente, mucho más de lo que imaginamos. La obra de Terencio nos ofrece un espejo para observar los dilemas éticos, las contradicciones sociales y la complejidad de las relaciones humanas en una sociedad que, pese a su lejanía, comparte mucho con la nuestra.

La Roma de Terencio era un lugar de profundas divisiones sociales: hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, ciudadanos y extranjeros. Terencio —un hombre marcado por el estigma de su pasado como esclavo— logró superar esas barreras y ganarse un lugar entre la élite intelectual. Sus comedias reflejan una sensibilidad hacia las tensiones sociales y una empatía poco común para su tiempo que todavía resuenan hoy.

Entre sus escritos hay una frase que destaca como la más célebre: «Nada de lo humano me es ajeno» (en latín, Homo sum, humani nihil a me alienum puto). Esta afirmación aparece en una comedia que lleva el título impronunciable de “Heauton Timorumenos” (o “El atormentador de sí mismo”), que es una adaptación de un texto anterior. El original fue escrito siglos antes por el griego Menandro, pero ningún ejemplar ha llegado a nosotros, lo que nos impide saber con certeza si fue Terencio quien ideó originalmente la frase o si esta ya existía y sencillamente la tomó prestada. Sea como fuere, la práctica era común entonces y nuestro autor supo darle un contexto que aseguró su lugar en la memoria colectiva. La declaración trasciende épocas y se convierte en mucho más que un comentario ético: puede interpretarse como un llamado a mirar al otro con apertura, a reconocer que las emociones, los errores y los deseos son comunes a todos, sin importar origen o condición. En última instancia, es una invitación a aceptar la totalidad de nuestra humanidad compartida, con sus virtudes, defectos, alegrías y sufrimientos.

Al menos eso es lo que interpretamos hoy. Pero, filosofías aparte, seamos sinceros: si fuésemos romanos y estuviésemos allí, sentados en el teatro una tarde cualquiera, probablemente no pensaríamos en principios universales ni en un llamado a la empatía. En lugar de eso, estaríamos anticipando un par de horas llenas de carcajadas.

En esta primera escena de la obra, el curioso y entrometido Cremes, uno de los personajes clave de la comedia, es incapaz de resistir la tentación de inmiscuirse en la vida de los demás para decirles qu’deben hacer. Cuando su serio y reservado vecino, Menedemo, lo reprende por entrometerse en sus asuntos, este le responde con esa declaración tan memorable: «Soy hombre. Nada de lo humano me es ajeno». Para él, interesarse por los demás —o, en este caso, por lo que sucede en la casa de al lado— es casi un deber. De hecho, lejos de aceptar las quejas de Menedemo, le advierte que se atormenta a sí mismo al trabajar sin descanso y ser tan rígido con su hijo, a quien le niega una relación con una muchacha de baja condición. A su edad, insiste, mejor debería disfrutar de la comodidad que su posición le permite y dejar a los jóvenes ser felices y que el mundo fluya.

Por supuesto, y como es de esperar siempre en una comedia así, las cosas pronto se complican también para Cremes. Por una parte, la joven pobre de quien está enamorado el hijo del vecino resulta ser, para sorpresa de todos, su hija perdida muchos años antes y a la que ahora recibe con los brazos abiertos. Por la otra, la muchacha refinada con la que su propio hijo galantea es —¡oh, contradicción!— una cortesana cara a la que Cremes no puede aceptar. ¿Confuso, verdad? Y más si se le añade una buena dosis de enredos y engaños ideados por su esclavo, un personaje astuto que manipula a los padres para facilitar las relaciones de los jóvenes y, de paso, obtener algo de dinero para pagar lo que se le debe a la prostituta.

¿Trascendencia o simple comedia? Como todo en la vida, la respuesta depende de la perspectiva con que se mire. Sin embargo, lo verdaderamente interesante es darse cuenta de cómo una frase pronunciada en una conversación cotidiana ha trascendido su contexto, convirtiéndose con el tiempo en un símbolo de apertura y comprensión. Y quizá eso sea lo más valioso de todo: esa capacidad que a veces tenemos de mirar al otro con interés y cercanía… aun cuando se trate de un vecino entrometido y otro más bien gruñón. Porque, al final, reírnos de nuestras contradicciones e infortunios compartidos puede ser la manera más sabia de aceptar quiénes somos.