Sinopsis: El profesor J.A., crítico implacable y escritor perfeccionista, ha decidido iniciar su obra maestra. Pero antes deberá enfrentar al mayor de los enemigos: la primera frase. Esta sátira literaria explora con humor la lucha íntima entre la ambición estética y el miedo que acecha a quienes buscan escribir la gran novela… y acaban atrapados en el primer amanecer… en Metepec.

Es difícil hallar en el contexto contemporáneo a un intelectual del calibre del profesor J.A. Su imaginación sin límites, su dominio de las estructuras narrativas y un profundo conocimiento de la lengua lo han vestido con las ropas fundamentales de un gran literato y, no menos importante, con los atributos de un sofisticado crítico. En sus juicios sobre los autores más reconocidos de los últimos veinte años se percibe una conciencia estética rigurosa y despiadada. Muchos han sentido el aguijón de su opinión y más de uno ha optado por alejarse del oficio en busca de actividades donde no pueda hacer más daño.

Como escritor, J.A. dedica largas horas a sus obras. Ayer mismo, nuestro bardo dio inicio a lo que será su magnum opus. Después de meses de estudio, encontró un tema digno de su genio y que, sin duda, marcará su carrera. No fueron en vano las largas reflexiones: con pericia diseñó el andamiaje de su novela, cinceló personajes, localizó los puntos climáticos de la trama. Finalmente, el día tan esperado había llegado y, con la pluma presta, delineó el primer párrafo.

Siempre enemigo de los teclados, escribió a mano, con letra menuda y clara:

Luego que la inmortal Aurora apuntara al proscenio
con sus dedos de rosa,
el refulgente Aetón prologó el cortejo,
para que el altivo vástago de Hiperión
inflamara puntual la celestial esfera
y, con su ardiente aureola,
al orto renacer hiciera,
trayendo al mundo su inefable gloria.

Aquí se detuvo, satisfecho. Quedaba mucho por delante, pero decidió examinar lo escrito con la atención que merecía. No por inseguridad, claro —un genio como él no se inquieta por pequeñeces—, sino por respeto a la literatura. “Esta será mi obra maestra”, se dijo.

J.A. leyó en voz baja, saboreando cada sílaba. Sintió que su piel se erizaba, como frente al Partenón. Ahí estaban las referencias clásicas, las palabras exactas, la simbología precisa: nada que ver con esa literatura complaciente de hoy. Incluso pensó en escribir toda la obra en hexámetros dactílicos, como homenaje al autor de La Odisea… aunque una voz sensata (probablemente no la suya) lo convenció de tener un gesto de indulgencia con sus lectores.

Quizá podría conformarse con alejandrinos. Aunque… si lo escribiera en latín…

No estaba mal. Nada mal. Aunque… “proscenio” no terminaba de convencerlo. Pensó en “telón”, más teatral. Imaginó a Aurora abriendo la escena. Pero ¿cómo levantaría un cortinaje tan pesado con solo los dedos? Tal vez era mejor prescindir de ella. Con esto evitaría también la chocante cacofonía de “Aurora” y “aureola”, que empezaba a incomodarlo.

Dio un trago al coñac que tenía junto a la mano. Estaba decidido: fuera Aurora. Y con ella, fuera la cuadriga completa. Aetón bastaba. Una sinécdoque majestuosa.

¿Y “refulgente”? Resultaba a todas luces redundante. Cualquiera debía saber que Aetón significaba “resplandor”. El lector que no lo supiera, no merecía esta novela.

Así siguió, quitando más de lo que añadía. ¿Se entendería que “esfera” aludía a la bóveda celeste? No faltaría quien pensara en esferas navideñas. O, aún peor, en un balón. Qué rabia que los lectores ya no fueran los de antes. Pero la culpa, claro, era de la incomprensión.

Cayó la noche y J.A. seguía aferrado al párrafo, inmerso en su ritual de perfección. Cambiaba, tachaba, volvía al original. Ni una coma quedaba inmune. Se repetía con firmeza que sus críticos no tendrían por dónde entrar. Él persistiría hasta el fin, sin miedo al éxito.

De pronto, algo lo sobresaltó. ¿En verdad había escrito “trayendo”? Casi dejó caer la copa. Un gerundio. ¡En su prosa!. Ahí estaba, en el primer párrafo. El Código Penal debería proscribirlo con la severidad de un delito grave. Por suerte, lo notó a tiempo.

Siguió trabajando arduamente, hasta que, al final, todo ese esfuerzo tuvo su recompensa. Cuando por fin quedó satisfecho, la frase quedó así:

“Amanecía”.

Una sola palabra, sólida y elocuente. Irrefutable. Aunque… tal vez le faltaba algo de contexto. Sí, de una vez podría ubicar al lector:

“Amanecía en Metepec”.

No era tan refinado, pero sí directo. Contundente. Una promesa de continuación.

Dio otro sorbo al coñac y se quedó pensativo, girando la estilográfica entre los dedos. Pero no, esto no bastaba. Un buen inicio es la mitad de la obra, y ningún lector se dejaría atrapar por el amanecer de una ciudad de neblinas industriales y estética de suburbio.

Arrugó la hoja y la lanzó al cesto, que ya no aceptaba más pelotas de papel.

Y nada de amilanarse. Comenzaría de nuevo, aunque el público tuviera que esperar un poco más para conocer la gran ópera prima! del famoso literato.

En ese momento, el mundo literario no lo sabía, pero acababa de perder el inicio más épico jamás concebido… por culpa de un amanecer en Metepec.