La muerte solo tiene importancia en la medida que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida.
André Malraux
Mucha tinta, saliva y tiempo se han prodigado al tema de “la vida después de la muerte” o, lo que es lo mismo, la “vida después de la vida”. Sabemos que los antiguos enterraban a sus seres queridos con sus bienes más preciados para que sigan disfrutando de ellos en la eternidad; que los profetas han intentado prepararnos para lo que viene; y que entre nosotros hay quienes dicen conversar con voces del más allá, mientras otros dedican su tiempo libre a desenmascarar a los charlatanes que nos quieren engañar. Mientras todo esto pasa, la literatura no se ha mantenido ajena, siendo esta una de sus inquietudes más antiguas y que ha acumulado con el tiempo una larga lista de viajeros al ultramundo. Algunos autores nos han traído visitas de ultratumba, como parte de un subgénero dedicado a relatos de fantasmas y aparecidos que dan forma a miles de historias de esperanza y de horror.
En fin, saber si hay algo de aquel lado del muro final siempre ha sido y será un tema abierto para la filosofía, la literatura y, evidentemente, para las religiones. Sin embargo, después de leer y escuchar algunas de las más brillantes –y abundantes– ideas de estos personajes, parece que no hay mucho que uno pueda aportar sin cometer el pecado de exhibir su ignorancia. Con todo, la pregunta continúa en el aire: ¿qué hay para nosotros cuando terminemos aquí?
No hay duda de que algo en la naturaleza del hombre lo ha empujado a cuestionar desde siempre lo que para muchos son los problemas fundamentales: de dónde venimos, hacia dónde vamos, cuál es nuestro papel aquí. Las respuestas son tantas como cabezas hay. Bueno, al menos en teoría, pues en ocasiones simplemente nos adherimos a una idea y nos plantamos firmemente en ella, sea porque nos gusta, porque es parte de nuestra cultura o sencillamente por miedo a la hoguera de los herejes.
En nuestro imaginario, somos únicos, o al menos eso queremos pensar, porque estamos dotados de una conciencia que nos hace distintos al resto del mundo natural y nos acerca al espiritual. Quizá por eso les negamos a los animales –que, a nuestro particular entender, carecen de esa alma inmortal– la posibilidad de trascender a vidas futuras, mientras que no dudamos ni un segundo en considerar que, para nosotros, es un paso natural. Al fin y al cabo, nuestra individualidad lo merece. ¿Para qué? Para que el milagro no acabe. El cuerpo podrá envejecer y morir, nos consta, pero la mente, nuestra conciencia de que existimos, nuestro espíritu, nuestra energía vital (o como se le quiera llamar) debería perdurar. Tiene que ser así, nos repetimos una y mil veces, pues de otro modo, ¿qué sentido tendría estar aquí? ¿Qué diferencia haría si el mundo entero termina al morir nosotros?
Es en esta búsqueda de sentido donde muchos encuentran alivio en la idea de que existe un ser superior que gobierna sobre el espacio y el tiempo. Este pensamiento fortalece la noción de un mañana mejor y ayuda a enfrentar las vicisitudes de la vida, así como de la muerte. Gracias a ello, el creyente puede entender en términos más simples lo bueno y lo malo, y repeler con esas armas poderosas la lujuria, la ira y otros muchos pecados. Aparentemente, estos prodigios se logran con mayor facilidad si estamos convencidos de que Dios, que vive en los cielos, nos cuida y, en su momento, castigará a los pecadores y premiará a los justos con un lugar especial en Su presencia: la vida eterna. Ya llegará nuestro tiempo ante el tribunal celestial; el camino hacia Él dura apenas un instante, solo hay que apechugar mientras tanto.
Sin embargo, ¿qué hacer al vernos a la orilla del abismo, de frente y cara a cara con la nada? ¡Sí, la nada! Cuando los astrónomos miran al cielo no ven ahí a Dios, sino a Su ausencia: una negrura inmensa que se expande con cada avance en la potencia de nuestros telescopios. Frente a ella, somos apenas un punto microscópico, un destello efímero en el inmenso vacío. Quizá en la Tierra hayamos sido capaces de resistir las tentaciones que provocan las riquezas, el poder y los encantos de la misma reina de Saba, pero a nadie le importa ya eso. En la escala del universo y la eternidad, todo lo que podamos hacer o dejar de hacer se torna insignificante.
Es por eso que, en el fondo, no se trata solamente de si existe un ser superior, justo y omnipotente, que nos abre sus brazos paternales ahora y en la eternidad. No, la pregunta, la duda, es aún más inmediata. Se trata de reflexionar sobre el hecho de que hoy somos y mañana podríamos no ser. Solo imaginarlo nos rebasa y nos hace perder algo de nosotros mismos. Memento mori. No creas que eres tan importante, pues pronto dejarás de ser. Una dicotomía tan drástica, de todo o nada, no debería ser real. Ser o no ser.
El “no ser” nos roba el mañana y también nos quita el impulso de resignarnos con el presente, así como la esperanza en un futuro más pleno, más rico, más luminoso. Sin ese futuro, la chispa que llamamos vida –ese intervalo que antes despreciábamos como una simple estación de espera antes de continuar el viaje– de pronto se convierte en lo único que tenemos, aunque se va devaluando y extinguiendo a cada minuto. Cada día somos menos nosotros y más… pues sí, cada día que pasa somos más nada. Sic transit gloria mundi.
Al final, quizá no seamos tan diferentes al resto de los animales y las plantas. Ni tan especiales.
En fin, hay mucho para pensar y muy pocos elementos de los que echar mano para llegar a una conclusión sólida. Los que saben seguirán hablando. Mientras tanto, al resto nos quedan la fe, la resignación y nuestras insignificantes alegrías. Cada uno decidirá en qué creer. Verá fantasmas o pensará que quienes se fueron antes están en algún lugar ahí, esperándonos. Compartirá el pan con la grey el domingo, tal vez preferirá darlo a quien lo necesite o sencillamente lo guardará en su bolsillo para comerlo solo. Cada uno según lo estime mejor.
Sin embargo, en un plano más terrenal, habrá quienes no se pierdan en el apego a la metempsicosis y la escatología, y simplemente se concentren en el presente. Ahí el verdadero optimista. El que ve en la vida la oportunidad, el que disfruta cada minuto, bueno o malo. Y ¿por qué no?, incluso habrá quienes encontrarán consuelo imaginando que lo bueno que se hace ahora no se perderá, pues queda aquí, se acumula y trasciende en los que vendrán después. Hasta los artistas rupestres firmaban sus obras con las huellas de sus manos. Sin duda, el ahora quizá no hace las cosas más fáciles ni promete tanto como la vida eterna, pero por el momento es lo que hay y habrá que aprovecharlo, disfrutarlo y agradecerlo.
Al final, es posible que lo que verdaderamente cuente no sean las metas insulsas o imposibles que nos proponemos cada año nuevo, ni las pequeñas acciones y tragedias diarias que nos hacen desvelar sin sentido. Nada de eso, sino la vida misma. Tendríamos que imaginarnos privilegiados por tenerla, por estar aquí, caminando por este camino, porque, y esto es lo más importante, la vida es nuestra para vivirla ahora. Entenderlo de este modo es lo único que puede hacernos superiores al destino, aunque solo sea por un instante fugaz. Y si hay algo después, ya nos enteraremos… tal vez.