Las chicas disfrutaban de sus vacaciones al sol, junto a la alberca y con una bebida fría cada una en la mano. Aquí podían tomarse el tiempo para hacer lo mismo que habrían hecho en cualquier otro lugar: tomar unos minutos de calma para hacer nada. Claro, no había sido sencillo. Dentro de ellas picaba esa inquietud moderna que hace sentir culpable a quien no está haciendo algo. Esa vocecita que te recuerda que descansar es casi un pecado. Pero, con cierto esfuerzo dejaron de lado sus celulares —no más de diez minutos, claro— y se echaron al sol pensando que lograrían un bronceado que envidiarían en casa. Con sus lentes oscuros y trajes de baño de marca, hasta llamarían la atención de algún joven guapo, así que no era pérdida de tiempo; era una inversión. Justo cuando estaban a punto de dormirse, una sombra se cruzó sobre ellas. Alguien les hablaba:
—Buenos días, jóvenes. Me presento. Soy el Capitán Tiburón, a sus órdenes si se les ofrece acompañarme en la travesía de sus vidas.
Frente a ellas, un hombre de edad madura, vestido impecablemente de blanco y con gorra de capitán mercante, les sonreía. Antes de que ellas pudieran salir de su sorpresa, continuó:
—Tengo mi yate aquí cerca. Un hermoso velero de sesenta pies que nos llevará a donde ustedes quieran. Unos días de calma en Tahití, una fiesta animada en Bora Bora, o en donde se les antoje; cualquier lugar al que su espíritu y sus ganas de aventura las quieran llevar.
Las muchachas se voltearon a ver, sin saber qué decir.
—Solo hay que tener cuidado en esos mares. Yo soy un marino experto y se los puedo decir con seguridad. Incontables noches he pasado en las aguas traicioneras del Pacífico sur como para saber más que un poco de tormentas y arrecifes. Les puedo contar, por ejemplo, de la vez que un tifón azotó las costas mientras pescaba perlas en las Salomón…
Y así, el capitán comenzó una larga hilera de historias y aventuras. La gente empezó a juntarse alrededor para escuchar cómo logró escapar de los piratas de Malasia y sobre el modo en que se reproducen los orangutanes, algo que él conoció de primera mano cuando una orangutana de Sumatra se enamoró perdidamente de él.
Monzones y tsunamis. Terribles caníbales en Nueva Guinea, hermosas bailarinas en Birmania. Pero sobre todo, tiburones y cocodrilos. Así fue como narró, ante la expectante mirada de toda la piscina, que a estas alturas no perdía una sola palabra, cómo pudo rescatar él solo a los náufragos de un velero en apuros cerca de Borneo, mientras decenas de feroces animales rondaban la nave.
De pronto, una voz joven se escuchó desde el restaurante cercano:
—¡Abuelo, abuelo, apúrate que ya nos vamos!
El niño se acercó a la alberca. Cuando vio tanta gente alrededor de su abuelo, subió los ojos al cielo y, con gesto de enfado, le dijo:
—¿Otra vez contando historias?
El público, que para este momento ya estaba totalmente sumergido en la narración, volteó hacia el lugar de donde venía la voz, resentidos por la interrupción.
—No, no es de Java ni de Samoa. Somos de Cuernavaca. El abuelo nunca ha salido de aquí en su vida. Hasta donde sé, la aventura más arriesgada que ha tenido en el agua… es cuando se cayó en el chapoteadero del balneario.