Buenos días.
Dicen que el primer paso hacia la recuperación es reconocer el problema, así que aquí va: Soy Antonio y no soy escritor. No sé si alguna vez lo seré del todo y se debe en buena medida a que tengo algo de miedo. Y es que ser escritor es un poco desnudarse, y la verdad es que normalmente soy algo pudoroso; prefiero mantenerme al margen en estas cosas. Ahora mismo no sé si me siento cómodo con la idea de contarles de mi, mucho menos de hacerlo en voz alta. No es que cada línea deba dar a conocer algo íntimo o trascendental ni mucho menos, pero sí, a veces pienso que probablemente soy un escritor de closet.
Sé que lo que digo es contradictorio y que me obliga a responder a esa pregunta que más de uno de ustedes debe estarse haciendo: ¿Para qué está este aquí diciéndonos todo esto si ni siquiera está seguro de lo que quiere o si lo quiere decir? La respuesta es sencilla: no lo sé. Siempre he sentido una secreta envidia de la gente que tiene siempre certezas. Esos que saben lo que quieren y cómo conseguirlo. Yo no. Lo que sí sé es que uno puede funcionar sin certezas y sin tener claridad en todo. Así que estoy aquí, mitad con gusto, mitad con ansia y, si se pudiera tener otra mitad, también con algo de miedo. Espero sabrán disculpar.
En el fondo sé que me gusta escribir, al menos la idea de escribir. Incluso diría yo que el acto de escribir. Esto lo he sabido siempre. Como muchos en mi generación, que fue diferente de las más nuevas porque tuvimos una infancia lejos del teclado, disfruto de esa sensación que da el papel y la pluma cuando se desliza sobre él; de la manera en la que aparecen las palabras y se van hilando en frases y en ideas; del modo en que parte de uno mismo se queda en la hoja y deja de pertenecernos. Cada una de estas cosas me produce placer. El teclado es trabajo, pero la pluma son sensaciones. Lo malo es que tengo esa manía, que otros también tienen, de comprar un cuaderno cada vez que veo uno, con la ilusión de comenzar algo nuevo. La verdad es que la mayoría tienen más hojas arrancadas que escritas.
Si me lo permiten, empiezo con el origen. Iba a decir que por lo primero, pero a estas alturas del escrito eso del principio ya no queda. Como sea, aquí va el principio o de cómo nació mi amor por las letras, que es más interesante que decir que de origen soy abogado. Quizá solo para que no falte habrá que decir un poquito más. Sí, estudié Derecho, mea culpa. Y también estudié algo que se ha dado en llamar Políticas Públicas. Por algún tiempo coqueteé con la idea de estudiar un posgrado en el extranjero, como se esperaba de mí, e incluso tuve la suerte de ser aceptado por un par de universidades de gran prestigio. En una de estas veces, mi esposa ya tenía echado el ojo a un lindo departamento. Pero por una u otra razón, los proyectos se fueron posponiendo y al final quedaron en eso, en proyectos. Es decir, no fueron. Y creo que mi media naranja aún no me lo perdona, pero bueno, a apechugar. Otras cosas han tomado el lugar de esas.
Tampoco los voy a aburrir con mi andar por lo que ya son muchas chambas y experimentos en el sector público y en el privado, que me han llevado desde el Palacio Nacional y oficinas en Reforma hasta la sala de mi casa, donde me encuentro ahora, semidesempleado desde el inicio de la pandemia.
Me parece que es más importante decirles que hoy soy esposo de una mujer maravillosa y padre de dos hijas adolescentes, que obviamente considero bellas y brillantes, claro, y que se han convertido en mi razón de ser. Esto es lo fundamental, lo demás es accidental.
Va entonces un poco sobre mi acceso a la lengua. Aprendí castellano junto con mi madre o, para ser más preciso, lo aprendimos juntos. El resultado es que no tengo muy claro cuál es mi lengua materna, porque ésta que hablo ahora no era la suya cuando comenzamos. Al llegar yo a la edad de entender el español, su lengua original ya se había perdido. De algún modo, se perdió para los dos. Suena a limitación, lo sé, pero tal vez no es tal. Lo mismo que tener familia desperdigada por el mundo y saber que a muchos de mis parientes no los conozco. A veces se pierde, pero otras veces se gana y me parece que esto ha ayudado un poco a abrir las miras; a entender que hay algo afuera y que el amor a un país no es solo porque se hereda o se nace ahí, sino porque se aprende, se siente, se respira. Como sea, tuve la suerte de tener una madre así. De ella heredo alegría y curiosidad, aunque muy poco de su inteligencia y de su capacidad. Ni modo, no se puede tenerlo todo y a mí no me tocó.
En mi paso por la escuela aprendí algo de francés muy temprano, casi como primera lengua. Aunque ya lo olvidé, no dejó de ser razón de múltiples confusiones de palabras y de ideas. Desafortunadamente, el esfuerzo no rindió muchos frutos, pues el “idioma del amor” pronto encontrará su lugar, junto al latín y el griego clásico, en el panteón de las lenguas muertas. En este lugar hay pocas posibilidades de hablarlo, así que después de 40 años sin articular una palabra apenas lo recuerdo y no me atrevería a decir que lo hablo, aunque aún lo leo esporádicamente. Y para acabar, en años recientes he acudido constantemente, para leer, al inglés por razones de trabajo y también por gusto. Hoy parecería que el mundo entero solo habla, lee y escribe en inglés, especialmente para cuestiones técnicas, aunque cada vez más también para temas culturales y sociales. Todo esto para decir que cada vez es menos lo que leo en Español y, es cierto, algo se pierde en el camino.
Por suerte para mí, al menos mi padre sí hablaba bien el idioma. De él atesoro su amor al conocimiento y la cultura. Tal vez por ser el único de varios hermanos que tuvo la oportunidad de hacer estudios profesionales, él siempre quiso inculcarnos el valor del saber, de los libros y de un pensamiento o, mejor dicho, de una actitud, cosmopolita hacia la vida. Le gustaba platicar con nosotros, sus cinco hijos. Todos los días había anécdotas, explicaciones, leyendas e historias. Los largos viajes por carretera que hicimos con frecuencia estaban siempre llenos de canciones y de palabras. Ahí estaban los tangos y también los corridos, que él entonaba con un sonsonete peculiar, como el que según él tenía el viejo cantor de su pueblo cuando era pequeño y aún estaba fresco el recuerdo de la Revolución.
Con mi padre aprendí a vivir con libros. La casa donde crecí estaba llena de páginas de todo tipo y yo leía cualquiera que caía en mis manos, como todavía hacíamos en aquellos tiempos sin internet ni televisión de paga. Y con esto quiero decir exactamente eso: leía cualquiera, sin considerar el tema o mi edad. Mi regalo de cumpleaños a los diez fue el primer tomo de las obras completas de Balzac, y muy poco después lo siguieron las de Freud y las de Marx, cuando aún tenía algún brillo de intelectualidad estudiarlo. También nos acompañaban Carlos Fuentes y Octavio Paz, por no mencionar a nuchos autores que estuvieron de moda en sus tiempos, como Luis Spota. Vaya, una biblioteca surtida de todo un poco. Algunos de esos libros se han venido conmigo. Con el tiempo les fui añadiendo otros, de tal modo que han llegado a ser demasiados para el poco espacio que hay en mi departamento. Quisiera que hubiera algunos más de literatura y menos ejemplares técnicos y por necesidad siempre atrasados, que nadie quiere ya ni regalados. En los últimos tiempos tiendo a pensar un poco como Séneca, que uno no necesita muchos libros. Como los amigos, los libros deben ser pocos y buenos para poder brindarles toda nuestra atención, conocerlos bien y no distraernos. Leer y volver a leer. Un buen libro siempre es nuevo cuando volvemos a él. Y, al igual que un buen amigo, siempre nos tenemos algo qué decir.
Entre los autores, me gustan los clásicos, en parte porque sí, me gustan, y también quizá porque desde joven me dejé convencer por la idea de que no pueden faltar. Pero si he de ser totalmente honesto, de entre todas estas historias antiguas, las que más he disfrutado son las de batallas e intrigas. También me encanta la novela, en general, y en algún tiempo leí mucha poesía, aunque me he apartado un poco. Pero siguiendo con las confesiones, lo que más busco es el cuento, sobre todo si es ruso o latinoamericano. Sí, me gustan los libros y soy, como dijo alguna vez Borges, un agradecido lector.
¿Mi libro favorito? Es lugar común decirlo, pero de entre todos los libros, mi favorito es el Quijote. No es por quedar bien o parecer algo que no soy. Es cierto que me gusta la historia que cuenta y la profundidad que alcanza. Pero al final, mi Quijote no es el que ustedes piensan. Este es algo diferente. Mi Quijote vive en una edición algo vieja que me heredó con amor mi papá. Es un Espasa Calpe, con un forro de tela roja, ya muy decolorado, en octavo me parece, y tiene la costilla algo floja por los años y por el uso. Hoy tengo otras copias de la obra, pero este volumen tiene un lugar especial en mi corazón; es para mí el verdadero Quijote, el único que montó a Rocinante y que solo existe en estas páginas decoloradas, pues leerlo en otras no tiene el mismo sabor. Los demás son todos una copia, un remedo. Sí, este libro era de mi padre y, ahora que lo cuento, veo que tiene más de medio siglo junto a mí. Me ha acompañado desde siempre. Vaya, hasta tiene algunos rayones mal borrados que sospecho que son míos, de cuando no sabía ni leer ni escribir. Y bien que se cobró la afrenta. Eso sí lo recuerdo bien. Fue en el quinto grado cuando sufrí las consecuencias. Cervantes tuvo la culpa de los continuos tachones que hacía mi maestro a esos textos míos, llenos de arcaísmos y estructuras en desuso que ahora se consideran errores. Pero al menos tuve la suerte de que nunca nadie hubiera sabido que por las tardes combatía a desaforados gigantes, que «desfacía entuertos» y que aprendía los consejos sorprendentemente sensatos que un loco daba a su iletrado escudero. Si alguna vez alguien se hubiera dado cuenta, yo habría terminado encerrado entre cuatro paredes alcolchadas.
Me acuso: también cargo entre lo más preciado algunas novelas policíacas. Son ediciones baratas, pero muy queridas, porque uno no califica a los amigos por su ropaje. De alguna manera, este gusto también fue heredado. Varios los compré con mis primeros sueldos como regalos para mi madre, seguidora fiel de Agatha Christie y Simenon. Aún ahora, cuando vamos de visita a su casa, a veces me escabullo para ojearlos y llevarme prestado alguno.
Aunque quisiera, lo cierto es que no puedo negar que he escrito y que lo he hecho regularmente. De hecho, he vivido de escribir buena parte de mi vida. Haciendo un recuento sobre las rodillas, creo que tengo un par de libros completos que llevan mi nombre, en varios hay algún capítulo o revisión, también múltiples artículos y ponencias, más discursos para otros de los que quisiera reconocer ahora y, también por razón de mi trabajo, múltiples reportes, presentaciones, oficios y hasta correos. Y sí, si tengo que ser totalmente sincero, debo decirles que también perpetré algunas cosas que se publicaron con el nombre de alguien más, pero que no puedo decir de quién.
¿De qué he escrito? En casos como estos, el tema no importa porque ha sido de lo más diverso y regularmente sobre pedido o por obligación. Tengo escritos de Derecho, de política, de economía, lavado de dinero y hasta de psicometría. Como se dice por ahí, y con mucha razón, el hambre es canija.
Al final, además de unos pocos cuentos recientes que se mantienen escondidos en mis cuadernos, casi la totalidad de mis documentos han sido escritos técnicos, particularmente especializados, y casi nada conservo. Muchos no vieron nunca la luz para el público en general y de la mayor parte no guardo ni las referencias, pues no he considerado que valgan la pena. En efecto, he sido un ingrato con ellos, lo sé, como el padre que no reconoce a sus hijos.
En resumen, no soy escritor. Para ser escritor se necesita mucho más que quien escribe el manual de una aspiradora. Y no es por hacer menos ese trabajo. Al contrario, tiene su arte hacer un manual útil, con conocimiento de causa, que sea claro y que lo entiendan los que deben usarlo. Pero no más. Ser escritor requiere trabajo y dedicación, disciplina e imaginación. Como contaba Carlos Fuentes alguna vez, es sentarse todos los días de siete a tres para escribir, haya inspiración o no. Y también para corregir, pues un buen escrito solo se logra al pulir y volver a pulir. Y todo esto no lo tengo, así que, si he de apodarme de algún modo, en todo caso sería, como dijera Vargas Llosa, un escribidor.
Comentario
Esta es una versión abreviada de la presentación personal a la Academia literaria de la Ciudad de México, a la que ingresé, no por méritos, sino gracias a la recomendación de mi suegra. Desafortunadamente por ahora no estoy asistiendo a sus reuniones.