No tengo que recordártelo, pero hoy se cumplen ya dos años de mi encierro. No sé si es razón para festejar o para llorar. Uno diría que un año más siempre es un año de vida y de experiencias. Sí, quizá, pero el mundo parece otro cuando se ve desde las mismas cuatro paredes y creo que mi estado de ánimo no es hoy el mejor. Apenas recuerdo las reuniones aquellas en las que veíamos a los amigos, llenas de bullicio, música y alegría. Los abrazos. ¿Te acuerdas de la fiesta de Lola, aquella en la que acabamos borrachos y terminé yéndome a escondidas con ella, pensando que nadie nos vería? Eran tiempos felices. Incluso me veo ahora con una sonrisa, al recordar el pleito con su marido dos días después. Sí, hasta los momentos más penosos tienen su lado bueno cuando uno está en libertad. ¿Cómo nos reímos después del pobre infeliz?
Uno no aprecia las cosas en su momento, como no valora tampoco tantos pequeños detalles que dan forma a nuestra cotidianidad hasta que ya no los tiene. Hoy, desde aquí, ya no sé lo que espero. Un día es igual a otro. Uno a uno han ido desapareciendo los amigos, que se fueron alejando. Muchos de ellos no volverán nunca. A veces pienso que de esta no saldré.
Son dos años ya y no termina. Me está afectando, lo sé. El tiempo se extiende despacio y sin sentido. Cada minuto se arrastra más lento que el anterior y, cuando el día termina, queda esta sensación de que no pasó nada. Y mañana será igual. Estar frente a la computadora pasó de ser un momento de gozo a convertirse en horas de una maldición de la que no me puedo tampoco escapar. Pensaba que el trabajo a distancia me mantendría ocupado, entreteniendo la mente en otras cosas y así fue al principio. La pantalla era una ventana al mundo más allá de este cuarto. Una oportunidad de saber lo que pasa afuera, de comunicarse, de vivir. De los amigos que quedan, me entero un poco por sus notas apuradas que leo en una pantalla, entre faltas de ortografía, símbolos vacíos y figuritas con sonrisas, falsos como todo lo que se ve así. Las noticias del mundo solo me han deprimido más, las malas y también las buenas. Siento que vivo en un mundo distinto e inhumano. Extraño a la gente. Extraño a los amigos. Extraño equivocarme, como extraño también los árboles, el aire, el sol y las nubes más allá de este techo sucio que me oprime.
Hoy la pantalla es mi vida o más exactamente mi vida es mi pantalla y la verdad es que no estaba tan mal hasta que lo noté. De vez en vez aparece. Una pequeña luz se enciende en la parte alta. Es sutil, casi no se nota, pero es la señal de que alguien está ahí. La minúscula cámara empotrada en el monitor seguramente comienza a funcionar y envía mi imagen a otro lado donde alguien, no sé quién, vigila cada uno de mis pasos, de mis gestos. Ahí estará mi cara a apenas unos centímetros, mi recámara sucia, mi pijama de rayas. Primero me dio curiosidad pensar lo que estaría del otro lado, quien me veía y lo entretenido que debía estar con todo esto. Después, me dio por mantener mi cama bien tendida, el escritorio y el piso impecables. Me levantaba cada vez más temprano a barrer y a trapear. A quitar de la mesa los platos sucios, a abrir las cortinas y peinarme. Ahora ya no me interesa. Solo queda la sensación de opresión en el pecho al saber que a cualquier hora del día o de la noche alguien está ahí, vigilándome. A cualquier hora, en el día, en la noche, la pequeña luz se enciende y termina todo. Quién hubiera pensado que la obscuridad del calabozo esté aquí invertida. Este encierro es luz. Es transparencia. Todo se ve. Mi respiración cambia. Mi corazón se sobresalta. Ya está ahí de nuevo, apagaré los focos.
La pandemia ha cedido hace meses, pero no puedo salir. No me atrevo aún. No sé qué encontraré afuera. Un nuevo mundo, distinto al que había vivido. Estoy solo. Sigo solo aquí, entre estas cuatro paredes. Y esa lucecita que no deja de mirarme. Ya dejo de escribirte. Ahí está de nuevo. Me vigila. Apago la luz del cuarto, pero sigue ahí. Como siempre.