Celso estaba contento de haber podido tomar unos días para salir con su esposa a esas vacaciones que tanto le había prometido. Lo había intentado varias veces antes, pero vivir es un trabajo de tiempo completo y hay que traer la comida a casa todos los días. Ahora los críos eran más independientes, lo que le permitió a la pareja relajarse un poco y escapar de lo cotidiano. Tendrían que llevarles un buen regalo a su regreso.
Aquí estaban ya, en medio de la nada, en el Pacífico del Sur, rodeados de aguas de un azul que parecía irreal, de tan limpio y transparente, y que solo conocían por referencias. Nada que ver con ese mar más oscuro y frío del norte, donde vivían.
La comida estaría servida antes de una hora, y los organizadores les habían prometido una sorpresa. Sin saber de qué se trataba, la pareja se llenó de expectación, como todos los demás compañeros de viaje. Las voces se mezclaban unas con otras, mientras los viajeros, emocionados, comenzaban a imaginar cada quien una cosa distinta: tal vez un juego nuevo, una isla exótica, un nuevo tipo de pescado. No fue sino hasta que uno de ellos —un personaje elegante y algo mayor— empezó a hablar, que el ruido se apagó. Narró una de sus experiencias más emocionantes: un viaje como este, en el que había nadado entre fieras extrañas en el Océano Índico. A la mitad de la historia, todos guardaban silencio, extasiados.
Bueno, casi todos. Clara, la esposa de Celso, sintió que se le helaba la sangre ante la idea de estar desprotegida y a merced de animales feroces. Por un momento estuvo a punto de decir que si se trataba de algo así, no participaría, pero se contuvo. Recordó que su marido era un poco más lento que ella para nadar, de modo que, si las cosas se ponían feas, simplemente lo empujaría hacia la bestia más cercana y nadaría con todas sus fuerzas hasta un lugar seguro. Por su parte, su esposo, de mejor talante, la tranquilizó. Le aseguró varias veces que no correrían ningún peligro; claro que se divertirían, y tendrían una historia emocionante que contar a su regreso.
El momento de la comida finalmente llegó, y fueron testigos de un gran espectáculo. Eran quizá una o dos docenas de criaturas salvajes que surgieron de la nada. Era difícil atinar al número exacto, y más aún con la agitación y la emoción del momento. Bien pensado, la escena era estremecedora. El propio Celso sintió un escalofrío, aunque no dejó ver su miedo frente a su esposa.
Unos minutos antes, el guía —un mocetón grande y alegre— les había dado instrucciones claras: no acercarse demasiado, no hacer movimientos bruscos y, sobre todo, mostrar una gran sonrisa al recoger el alimento que seguramente traían con ellos. Especialmente esto último, pues se decía que a los humanos les gustaba ver una gran boca de tiburón llena de dientes por la mañana.
Estos animales —los humanos— siempre se veían extrañamente alegres cuando uno se les acercaba con velocidad y las fauces bien abiertas. Primero se quedaban quietos como estatuas; luego, abrían los ojos como platos, movían la cabeza de un lado a otro y pataleaban frenéticamente. Era como un baile muy alocado. Complacientes y desprendidos, soltaban el pescado que traían en la mano sin esperar ni siquiera un gracias: se echaban a nadar a toda prisa, con esa manera torpe y graciosa que tienen los humanos para eso, chapoteando de aquí para allá y salpicándolo todo.
Sí, les dijo el guía, ver a toda una manada en este ritual era un espectáculo inolvidable, que valía la pena presenciar al menos una vez en la vida.
Al escuchar esto, Clara sonrió, volteó a ver a su marido con ternura, echó a nadar moviendo rápidamente su aleta caudal —ya sin miedo— y se acercó con sincero apetito al exótico grupo de hombres y mujeres que bajaban del barco para alimentarlos. A fin de cuentas, para eso eran las vacaciones: para probar algo distinto.
tarea: Elaborar un cuento humorístico con narrador omnisciente, de libre extensión, sobre la siguiente anécdota:
El paseo en velero incluía el espectáculo “dar de comer a tiburones”, pero no fue sino hasta que la paseante tuvo al escualo enfrente, cuando supo el riesgo que la supuesta diversión implicaba.