–¿Mamá, qué es “apátrida”?
–Es una persona que no tiene casa, hija.
–Pero si la abuela sí tiene casa. Yo no la he visto porque no hemos ido, pero sí he visto las fotos. Y sé que ahí viviste tú, y mis abuelitos, y los abuelitos de mis abuelitos, y así.
–Sí ¿verdad? Sí, tu abuelita tiene casa. Ahora apúrate que tu hermana te está esperando para jugar.
–Está bien, pero antes dime cuándo va a venir la abuela. Ya tardó mucho y me urge conocerla.
–Ya pronto estará aquí, verás.
Mientras la niña salía a jugar, los adultos continuaron su plática interrumpida. Era la misma que habían tenido desde hacía unos meses.
–Es increíble que no hayan dado el permiso de salida para la abuela. En serio, no puede ser. ¿Qué vamos a hacer?
Allá, del otro lado del mundo, la abuela esperaba el permiso que no llegaba. “Por razones de seguridad”, les habían dicho, aunque nadie podía imaginar qué peligro podía representar la octogenaria, diminuta y enferma como ella. Pero ya estaban acostumbrados a estos abusos que, en el contexto de un territorio ocupado, parecían menores. El trámite podía durar semanas o meses, o simplemente negarse por capricho.
Nadie tenía que contarles de las largas filas, las horas y semanas de espera, de las inspecciones violentas y arbitrarias en las calles y en las casas.
Cuando se casó y decidió buscar una mejor vida afuera, no imaginó la tristeza que sentiría en un país extraño, sin su madre, sus amigos ni sus hermanos. Aprender a cocinar los platillos de su tierra natal fue un desafío; a su lado tenía a mujeres de parentesco lejano o incluso desconocidas. Sí, había pasado muchas noches llorando. Pero incluso esto era mejor que quedarse. Tuvieron que huir de las visiones de escuelas derribadas por las bombas y de niños con hambre y desesperación en las caras, caminando entre escombros buscando a sus compañeros. Les habían quitado todo, hasta su identidad como personas. Hacía décadas que eso no era un país, mucho menos una patria. Era un gran campo de concentración.
Aunque ellos habían logrado escapar de la catástrofe, durante muchos años la mujer había sufrido por su gente y se sentía culpable de vivir con comodidades que, aunque fueran mínimas, ella siempre vería como un lujo inmerecido. Pero lo que ahora les preocupaba más era su madre, la abuela. Estaba enferma y desde hacía meses necesitaba un tratamiento que nunca podría encontrar en donde estaba. No habían logrado traerla con ellos para recibir la ayuda que necesitaba y su situación era ya crítica.
–¿Pero qué más necesitan? Ya hicimos todo lo que nos han pedido.
–Al parecer el permiso de salida ya casi está y el cónsul aquí me prometió que pronto tendría lista la visa para venir. Salió caro, pero al final entendió que si no tiene patria no es por gusto y que un documento de identidad como el laisser passer tendría que ser suficiente para viajar, pues no hay modo de que alguien le dé un pasaporte. No entiendo ¿A quién le puede afectar dejarla venir con nosotros?
–¡Ay, ay! Pobre de mi mamá. Debimos traerla antes. No puede estar así. Tenemos que hacer algo.
En ese momento, el teléfono sonó. Él se puso el auricular al oído durante unos minutos. Ella solo lo escuchó decir “entiendo” y “gracias”.
–Era la prima. Finalmente pudo comunicarse. Lo siento mucho, amor. Tu mamá no vendrá.
No dijeron nada más.
En el jardín, la niña seguía jugando a preparar el té para enseñarle como hacerlo a su abuelita cuando llegue.
Tarea: Elaborar un cuento de libre extensión en voz narrativa de primera persona que trate los temas de: “El Viaje”, y “El Desalojo”, en cuyo el tratamiento se implique alguna “Experiencia Autobiográfica”.