Y faltando el vino, la madre de Jesús le dijo: No tienen vino.

Juan el Apóstol

Según cuenta el evangelio de Jesús niño, cuando tenía cinco años, el hijo del carpintero tomó un poco de arcilla y le dio forma a unos pequeños gorriones que cobraron vida y echaron a volar, ante al asombro de sus compañeros de juego. Un milagro infantil en un evangelio apócrifo. Más tarde, nos dice ya el canon, un Jesús ya adulto curó leprosos, exorcizó demonios, habló con Moisés y con Elías, los tres envueltos en una luz de gloria, y, si acaso esto pareciera poco, alimentó a miles de personas con apenas unos cuantos pescados y media docena de hogazas de pan en medio de la montaña.

Estas historias nos recuerdan que no hay milagro pequeño. Cualquiera de ellos es, por definición, una maravilla, aunque sea por el simple hecho de resultarnos imposible. En este sentido, un milagro es igual a otro, se trate de resucitar a un muerto o de ver aparecer de la nada la imagen nítida de María madre en la superficie de una sartén sucia.

Creer en la posibilidad de lo milagroso es voluntario, está en cada uno. De la misma manera, depende solo de uno imaginar que hay un Dios que vela por nosotros y participa en nuestra cotidianidad. Ante la fe, no se puede más que decir: sí, puede ser. Porque lo realmente difícil es negarlo de plano y sin mayor explicación. En efecto, descartar la posibilidad de un milagro no es tarea fácil, siempre que se trata de probar una negación. Los cisnes negros no existieron hasta el preciso instante en el que alguien vio a los primeros en Australia y los hizo posibles para el público europeo. Antes de eso no fueron más que el fruto de la mente febril de algún escritor y habitaban el reino de la fantasía, flotando lánguidamente en un lago multicolor, cerca de los unicornios, las sirenas y los dragones. Era fácil entonces pensar que no existían, sin embargo, hoy sabemos que sí hay.

Del mismo modo ¿Hay alguien que pueda decir a ciencia cierta que Dios no existe y que no influye nunca en las cosas del mundo? ¿O será que quizá solo participa en los asuntos grandes e importantes pero no se toma la molestia en los pequeños? Da igual, pues no lo sabemos.

Enfrentados a cualquiera de estas maravillas, podremos decidir que un milagro no es tal, que se trató de un truco o que seguramente hubo alguna razón más terrena que le dio origen. Esto también puede ser, pero si no hay una explicación clara, entonces no hay argumento válido para negar el milagro. En otras palabras, mientras que creer que Dios existe es un asunto de fe, asegurar que no existe o que el Supremo no participa en las cosas de los hombres es algo que se tendría que probar, si acaso esto es posible. Actuar de otro modo no solamente es erróneo, es también una forma de ignorancia e incluso de algo peor, de soberbia. Si existe o no Dios, cómo es o de qué manera se manifiesta no es cosa cierta. La imagen de una virgen en una sartén puede ser un milagro, una casualidad o un burdo engaño, no lo sabemos, pero esto al final no importa: hay quien decide creer en eso y con ello se ayuda a vivir. Esto debería ser suficiente.

Es cierto, la fe ha promovido abusos que han alcanzado niveles de horror a través de la historia. Pero estos extremos no lo son todo, no son la verdadera fe. Para el creyente hay más. Además, hay que decirlo, los religiosos no tienen exclusividad en su extremismo. Algo similar sucede en la otra esquina, no solo en la de quien niega cualquier milagro, a la divinidad y el más allá; también en la de quienes usan su incredulidad como arma para degradar desde una pretendida superioridad a quien sí cree, tachándolo de ignorante. Al final, un fanático es igual al otro. Por eso no parece equivocado decir que el opuesto de un fanático religioso no es el ateo furibundo. El verdadero opuesto del intransigente religioso es aquel que con calma opina que sí, que puede ser que Dios y los milagros existan, aunque no sea algo que le quite el sueño.

Así que si alguien dice que vio a la virgen en su tortilla, en el plato del microondas o en una sartén y eso lo hace sentir bien, si le ayuda a redoblar su fe y a vivir tranquilo y en paz con sus semejantes, entonces no queda más que congratularse: qué bueno. Y, quién sabe, tal vez tenga razón. Por el contrario, calificar al creyente de ignorante, idólatra o víctima de la superchería es, en sí mismo, el acto más inhumano que se pueda pensar. Acusar a alguien de fe es negar su derecho a creer, despojarlo de lo que sueña, de lo que le da sentido. Y eso, cuando se hace sin amor, solo puede llamarse de un modo: un crimen.