—Llama al jefe.

—¿Otra vez? Se va a enojar.

—Sí, lo sé, pero ¿qué quieres que haga? Se volvieron a equivocar en el papeleo.

Quince minutos después, el arcángel Azrael llegaba a la puerta del tercer cielo. Se le notaba de mal humor, lo cual no es poca cosa, considerando que a escondidas lo llaman “el ángel de la muerte”.

—¿Y ahora qué? —preguntó Azrael.

—Los de Sistemas hicieron de nuevo de las suyas —respondió el portero.

Azrael cerró los ojos y exhaló con fuerza antes de hablar. Las fallas que el Departamento de Trascendencia Sistémica prometió resolver siglos atrás seguían apareciendo —y justo ahora, cuando el CEO tenía a todos trabajando horas extras con el nuevo plan de salvación universal.

Ciertamente, el plan era novedoso. Como ni diluvios ni amenazas de infiernos habían funcionado, el CEO había decidido enviar a su propio hijo para arreglar las cosas. Según la Oficina de Planificación Celestial, los siguientes tres años serían críticos y, con tantas variables involucradas, la cosa no pintaba fácil. Azrael lo sabía bien: todo plan suficientemente ambicioso tiene que irse corrigiendo durante todo el camino y, al final, nadie sabe en qué terminará.

Y ahora esto.

En un rincón del salón esperaba el espíritu de un indio—de la India, claro. Nadie sabía por qué había caído ahí. Lo más probable era que ni siquiera creyera en el mismo Dios; por los datos en el expediente, más bien parecía cliente de la competencia, uno de esos gurús freelance que se salvan por su cuenta. Sin lugar a dudas, algo estaba mal, muy mal en la empresa, y cada noticia era peor que la anterior.

Azrael pidió una explicación.

—Después de una revisión minuciosa —informó el asistente de contabilidad—, podemos concluir que a este señor le quedaban tres años más en la Tierra. Pero se comió un plato de cerdo en mal estado y enfermó gravemente. El representante regional no recibió el memo a tiempo y lo recogió antes de lo debido, posiblemente para evitar otro viaje y ahorrarle los viáticos a la compañía.

Azrael entrecerró los ojos.

—¿Le quedaban tres años?

Permaneció callado varios segundos. Luego, con un gesto brusco, ordenó:

—A ver, tú, espabílate y tráeme el expediente del Proyecto Alfa-Omega que está encima de mi escritorio.

El joven ángel salió corriendo y regresó en minutos con la carpeta en la mano. Nadie se atrevió a hablar mientras Azrael leía, hojeando el documento con expresión cada vez más calculadora. Se tomó su tiempo y de pronto su cara se iluminó:

—Sí. Esto es justo lo que necesitamos.

Los ángeles se miraron con nerviosismo. Nadie, ni en sus más locos desvaríos, podía ver cómo necesitaban algo así, pero habían visto esa sonrisa antes y nunca terminaba bien.

—Bueno, ya saben cómo es esto de la burocracia —les dijo—. Seguramente algún inepto de los que abundan en Recursos Humanos tecleó 30 en lugar de 33 en el sistema de inventario de almas y ahora no hay modo de corregirlo. Y, aun si fuera posible, está ese otro “problemita”: el alma del carpintero se programó originalmente para 30 años y está por cumplirlos. Ya no puede permanecer mucho tiempo allá abajo. Tendríamos que confesarle al jefe que el cuerpo de su hijo va a fallar justo cuando inicia el proyecto más importante de los próximos veinte siglos. Evidentemente, nadie de los que están aquí se atreverá a exponerse a la ira divina. Al menos yo no lo haré, ni que estuviera loco.

Pues sí, loco o no, la lógica era clara, aunque los ángeles no podían ver qué relación tenía con el problema actual.

—Veamos. Son tres años que faltan en un lado y tres que sobran en el otro —continuó el arcángel—. El balance entre el debe y el haber se equilibra. Y encima, tenemos aquí a un hombre a todas luces espiritual, salvo por su afición malsana a los embutidos.

Algunos incluso sospechaban que el error había sido intencional desde el inicio. Sin embargo, el silencio en la sala se hizo más denso. ¿A dónde iba el jefe con todo esto?

—Sé que algunos estarán preocupados por este pequeño desvío del plan original —continuó Azrael—, pero vamos, ¿quién no lo veía venir? Ya ven que hay algunos críticos que piensan que hubo favoritismo en la selección del elegido. Para ellos, es punto menos que increíble que alguien que había llevado una vida sencilla como carpintero y no tenía experiencia previa en proyectos universales pudiera solucionar todos los problemas del mundo. Yo prefiero pensar que el plan es mucho más complejo de lo que alcanzamos a imaginar, pero ¡ahora resulta que el cuerpo asignado caduca justo cuando empieza el trabajo de verdad! Seamos positivos. Veamos esto, no como un obstáculo, amigos, sino como una oportunidad. Hay que tomar al toro por los cuernos.

Una conmoción recorrió la sala. Coincidieran o no con el razonamiento del jefe, escucharlo en voz alta los llenó de terror. ¿Qué pasaría si alguien los oyera? Esto se acercaba peligrosamente a una insurrección —de esas que terminan con lanzamientos desde la muralla celestial. Tendrían que rodar cabezas.

—Bueno, bueno, ya es suficiente. Escuchen, que necesito que pongan toda su atención. Algunos de ustedes llevan suficiente tiempo aquí como para recordar cómo terminó el equipo responsable del último diluvio, así que me parece que no hay necesidad de insistir en las consecuencias de un fracaso, ¿verdad?

Aquí, casi todos asintieron vehementemente.

Lo que siguió fue un gran ejemplo de que una burocracia bien incentivada puede trabajar con eficiencia. Bajo la eficaz dirección del arcángel, volaban los papeles, sellos y firmas con la mayor diligencia. Esta vez nadie dijo una palabra y todo estuvo listo en un santiamén, a pesar de la naturaleza parlanchina y siempre rebelde de los serafines.

En ese instante, abajo en la Tierra, el joven carpintero sufrió un tropiezo justo en el momento de emerger de las aguas, mientras su primo, a quien apodaban el “Bautista”, predicaba distraído.

Nadie notó el accidente hasta que una discreta luz descendió del cielo y brilló sobre el cuerpo inmóvil. Solo algunos la notaron. Y, como siempre, no se pusieron de acuerdo: unos dijeron que subía, otros que bajaba. Un par juraron que era una paloma. En realidad, era el espíritu del viejo asceta, que había descendido como un rayo desde las alturas.

Al recobrar la conciencia, el monje se dio cuenta de que se estaba ahogando y emergió apurado por una bocanada de aire. No recordaba bien quién era, pero vio que mucha gente alrededor lo llamaba “Maestro”. Quiso hablar en su lengua natal, pero de su boca solo salieron frases en una lengua extraña para él. Miró sus manos —callosas, sin arrugas, desconocidas— y supo que no eran las suyas. Era joven otra vez. “¡Qué maravilla! Quizá esto sea el resultado de muchas vidas bien vividas”, pensó, y se dejó llevar por la multitud.

La gente estaba extasiada, pues el carpintero se veía distinto después de su bautizo: más radiante, con una mirada antigua y sabia, aunque su hablar estuviera envuelto en parábolas y frases crípticas que él mismo no acababa de comprender.

En el cielo, Azrael observó el nuevo balance de almas y asintió con satisfacción.

—Al final, todo encaja —murmuró, mientras devolvía la carpeta al archivo, donde nadie la volvería a ver en por lo menos mil años.