Tarea: Escribir un relato sobre un recorte cualquiera de la nota roja. (https://www.milenio.com/policia/tlalpan-balacera-policia-muerto-hombre-asesinado-alfredo-adame-golpe)
El ingeniero Julián Ramírez corrió para alcanzar al camión y subió muy agitado. Aunque nadie podría decir que fuera viejo, tantas horas sentado frente al escritorio le cobraban factura en estas ocasiones; hasta la más pequeña carrera era agotadora. Mientras recuperaba el aliento, se sorprendió al ver varios lugares vacíos para sentarse. Lo agradeció en silencio, sobre todo porque lo normal era encontrar una cabina abarrotada, con gente colgada de cualquier parte, medio cuerpo afuera. Pero hoy, Ramírez había salido más temprano de la oficina y sucedió el milagro: encontró asientos libres. Sonrió, pasó frente a los primeros lugares sin voltear —no le gustaba ir adelante— y siguió hacia el fondo con aire de satisfacción.
A la mitad del camino escuchó una voz conocida. Claro, era la del licenciado Hernández conversando en la parte trasera. Hacía meses que no se veían y Ramírez pensó que no le vendría mal una de sus historias de policías y juzgados, de esas que al viejo abogado le encantaba soltar sin preocuparse por el secreto profesional ni otras nimiedades.
—Buenas tardes, licenciado —saludó con respeto el recién llegado.
—Buenas tardes, ingeniero. ¿Cómo le va?
—Pues ya ve, aquí de camino a casa. Se me hizo temprano.
—Qué bien. Pero siéntese, no se quede ahí parado. Justo le comentaba aquí a mi amigo… ¿Cómo dijo que se llamaba?… ah, sí, le comentaba a Don Andrés que uno debe irse todos los días directo a casa al salir de trabajar, y no andar buscando aventuras por ahí. Estas calles de Dios ya no son lo que eran antes, y bien haríamos todos en respetarlas.
El licenciado hizo una pausa casi teatral para confirmar que le estaba poniendo atención, y continuó.
—¡Mire si lo sabré yo! En mis tantos años de experiencia me he encontrado con cosas como para erizarle el cabello al más valiente. Sin ir más lejos, ya ve usted lo que le pasó al actor ese por meterse a ayudar a un cristiano. Bueno —añadió con un guiño extraño, como siempre que quería dar a entender que sabía más de lo que contaba—, al menos eso es lo que él dice.
Ramírez asintió. Hacía poco habían circulado notas y videos de un actor famoso que se había metido, una vez más, en un pleito callejero. Como otras veces, se le veía dando explicaciones sobre su ojo morado y asegurando que tomaría venganza. A todas luces, su cinta negra en karate no le había servido de mucho.
Nadie recuerda la trama de las telenovelas de ese actor —ni las más recientes—, pero basta decir su nombre para invocar toda clase de anécdotas sobre las trifulcas de banqueta que protagoniza cada ciertos meses. Esto, gracias a las grabaciones de buenos samaritanos que, celular en mano, nos mantienen bien informados. Ese es el poder de los modernos medios portátiles, las “redes sociales”, como les dicen ahora.
Apenas unos minutos después de cualquier evento, el mundo ya está enterado de todo lo que vale la pena saber: las gracejadas del presidente en su matiné, las imágenes al desnudo de las muchachas más bellas y, sí, ¿por qué no?, las burlas descarnadas sobre la vida de un actor que ha puesto tanta dedicación en convertirse en el hazmerreír de la ciudad. Pero por maravillosa que sea la magia de la comunicación moderna, no hay mejor manera de enterarse de los intríngulis de la noticia que escuchando las historias del licenciado. Él sí que estaba enterado. Ramírez se sentó, expectante de la historia que oiría hoy.
—Pues fíjese usted, señor ingeniero, que desde abril estoy llevando el asunto, por una de esas coincidencias de la vida. Ya ve que estoy medio retirado, pero siempre me busco algún caso interesante para no aburrirme. Esta vez nos puso en contacto la novia más reciente de este señor, que resultó ser prima de Marianita, mi secretaria.
Ramírez sonrió al recordar a Marianita.
—Y debo decir que fue una recomendación afortunada —continuó el abogado—, porque el caso está lleno de recovecos jurídicos que harían las delicias de cualquier abogado, incluso de uno tan experimentado como yo.
Pues sí, al licenciado le gustaba ufanarse de sus habilidades y, a veces, exageraba un poco su papel como protagonista. Pero la historia prometía.
—Cierto, en el incidente hay otros involucrados; en particular, un par de desafortunados caballeros caídos en el tiroteo. ¿Cómo que cuál tiroteo? ¿No sabe leer? Pues si leyera bien los diarios, sabría que en su última actuación callejera, además del ojo morado, hubo un tiroteo previo. ¿Ah, no lee usted los periódicos? Hace bien: solo dan malas noticias y uno termina de mal humor y menos enterado de lo que comenzó. Pero bueno, si se tomara la molestia de leerlos, sabría que este señor caminaba por la calle cuando se le ocurrió acercarse al lugar donde ocurría un asalto o algo así. Pasaba por casualidad —o eso me dijo—, escuchó las detonaciones y se detuvo por si alguien necesitaba auxilio. ¡Ja, un buen samaritano! Eso ni él lo cree.
Hizo una breve pausa y bajó la voz, desde el nivel de trueno que tenía normalmente, al de una poco discreta aplanadora, que era su volumen para las confidencias.
—La verdad es más profunda y mucho más compleja. ¡Si usted supiera! Se lo voy a contar solo si promete no repetírselo a nadie.
—Gracias por la confianza, abogado —respondió Ramírez, mientras se agachaba para esquivar el bulto de una señora que pasaba por el pasillo. Como sabrá cualquiera, ser golpeado por la señora de los bultos es uno de los mayores riesgos del transporte público. Pero Ramírez, viejo veterano del pasillo, evitó el golpe con la agilidad de un boxeador bien entrenado.
—No hay de qué —siguió el licenciado—. Usted me cae bien y sé que la historia le interesará. Además, uno está obligado a ayudar a que la verdad se conozca. Y esta es la verdad.
Se acomodó con gravedad.
—¿Que si hablaré de los fallecidos? ¡Concéntrese, señor, eso a nadie le importa! Eso es nota roja. Murieron, en paz descansen, y San Se Acabó. Un incidente más, como tantos otros. Esto es serio, no se distraiga, que esta vez va a necesitar de toda su atención. El actor, que parece un idiota superficial y soberbio —y probablemente lo es—, resulta ser el protagonista de un complot internacional. Y usted que pensaba que solo actuaba mal. Ahí está el meollo del asunto, ya verá. ¡Esto explica tantas cosas!
El abogado miró de reojo, comprobando que su audiencia seguía atenta.
—Bien, como le decía cuando me interrumpió, muy temprano por la mañana de un día cualquiera, este señor de las telenovelas se presentó en la puerta de la embajada de Rusia —¡de Rusia, ni más ni menos!— y pidió hablar con el encargado de “asuntos culturales y aseo institucional”. ¿Curioso nombre para una oficina, verdad? Según él, solo iba a ofrecer su ayuda, ya ve usted cómo es él de ayudador. Pero los dos sabemos que no se trataba de nada de eso. Era la contraseña.
—¿No me diga! —exclamó el ingeniero y esta vez no logró esquivar el golpe de la señora. A esas alturas ya comenzaba a sospechar que ella lo hacía a propósito, aunque fingiera que era por accidente. Pero no se movería. El relato se ponía bueno, así que dejó a un lado lo de caballero, se mantuvo en su lugar y le volteó la cara con un gesto de desprecio para seguir escuchando al licenciado.
—¿Le sorprende, verdad? ¡La embajada rusa! Como en las películas de espías de la Guerra Fría. Y se pone mejor. Igual o más interesante que una de esas películas. Pero no se distraiga. Cumplido el santo y seña, se abrieron las puertas de la embajada para nuestro James Bond y lo condujeron discretamente a un cuarto en el sótano: un lugar al final del pasillo, sin ventanas ni micrófonos. Al parecer, no era su primera vez. Luego supe que en varias ocasiones había estado ahí, siempre con el mismo misterio —aquí el licenciado casi le susurró al oído, y solo lo escucharon tres o cuatro filas más allá—. Una fue días antes de la guerra con Chechenia, y otra justo al iniciar la invasión a Ucrania. ¿Le da qué pensar, verdad?
—¿El actor…? —atinó a decir el ingeniero, incrédulo, pero ya totalmente dentro de la historia.
—¿Pues de quién estamos hablando? ¡Claro que el actor! Aunque llamarlo así me parece un poco excesivo. Ya sospechaba yo que ese título no le quedaba, sobre todo después de ver algunos capítulos de su última telenovela. Sí, mi querido ingeniero, sepa usted que esas riñas en las que se ve constantemente involucrado no son gratuitas; tienen su razón de ser y ahora puedo confirmarlo. Ya verá que el dichoso actor no es nada de eso. Sigo.
—Sí, sí, siga por favor —pidió Ramírez.
El abogado retomó la historia con voz potente. Para ese momento, la mitad de los pasajeros en el autobús escuchaba con interés. La otra mitad estaba molesta porque no los dejaba dormir con sus gritos.
—Como le decía, en cuanto entró al cuarto, la puerta se cerró tras él, dejándolo solo. Minutos después apareció el señor Kurchenko con un pequeño maletín encadenado a la muñeca. No lo sabe usted, pero este tal Kurchenko, Dimitri Kurchenko para más señas, es el espía principal de la embajada. Muy pocos sospechan esto, pues su figura siempre pasa desapercibida detrás de un disfraz de intendente.
Hizo una pausa para saludar efusivamente a un desconocido. Luego, sin perder el hilo, continuó:
—Apenas supo que el actor había llegado, Dimitri Kurchenko dejó el trapeador y la cubeta en cualquier rincón, bajó al sótano, entró al cuarto y cerró de un golpe, no sin antes asegurarse de que no hubiera algún indiscreto asomando la nariz en el pasillo. Una vez solos, y resguardados de cualquier intromisión, abrió el portafolios, sacó una carpeta roja y delgada, se la entregó en mano y se fue sin mediar palabra. La cosa no duró más de quince minutos, desde que nuestro amigo se paró afuera de la embajada hasta que salía por la puerta trasera del edificio con la carpeta bajo el brazo, como si nada hubiera sucedido. Muy raro, ¿verdad? Y viene lo mejor…
Ramírez intentó procesar lo que escuchaba. ¿Espionaje? ¿Clave secreta? ¿Un actor que era agente encubierto? No hacía ningún sentido. ¿O sí? Con el licenciado, ya nada sorprendía.
—¡Señora, por favor tenga más cuidado! ¿¡Que no ve que hay gente aquí y nos está golpeando a todos!? ¡Qué barbaridad! ¡Qué gente!
Tras otro intercambio poco amable con la señora de los bultos, Ramírez volvió la mirada hacia donde estaba el licenciado, solo para ver el lugar vacío. Su compañero de viaje ya no estaba ahí. Mientras asimilaba la sorpresa, oyó su vozarrón cerca de la puerta:
—Me voy, Ramírez. Esta es mi bajada. Ya platicaremos otro día —le gritó sin voltear el abogado, mientras descendía a empujones del autobús en movimiento.
¿Cómo? ¡Si solo se había distraído unos segundos! Pero debía saber el final, no podía quedarse así. Trató de alcanzarlo, pero la señora en el pasillo le bloqueaba el paso. Insistió, se abrió camino por encima de ella y, empujando al siguiente pasajero —que peleaba por ocupar el lugar que había quedado vacío—, alcanzó la ventana justo a tiempo para ver cómo el abogado lo saludaba con la mano, a modo de despedida. Adiós.
No, esto no se podía dejar así.
—¡Licenciado, regrese, termine su historia!
Pero ya era tarde: lo vio darle la espalda y desaparecer entre la gente, sumergido en lo profundo de estas calles de misterios, milagros y memes.
Con una sensación de vacío en el cuerpo, el ingeniero metió la cabeza —que ya había sacado por la ventana— y se asió con fuerza de un poste en el pasillo. Su lugar ya estaba ocupado y tuvo que continuar de pie el resto del camino, mientras trataba de encontrarle sentido a lo que acababa de escuchar.
Ni modo, la historia quedaría inconclusa. Pero algo era seguro: el licenciado Hernández volvería. Y Ramírez, por más sensato que quisiera parecer, iba a estar ahí para escucharlo.