Tarea Habitual: Elaborar un ensayo (reflexión) que analice el dominio del hombre sobre los animales, poniendo énfasis en la relación con ratas, topos y otras especies designadas como “Plagas”.
Cuando los europeos llegaron a América, trajeron consigo a la rata noruega (que, por cierto, no tiene nada de noruega, pues se cree originaria de algún lugar del Asia oriental). Este exitoso roedor convive ahora con nosotros en toda la región, igual que en Europa, Asía, África y en cada rincón del mundo donde hay humanos, a un ritmo de entre uno y dos por cabeza. En este continente, la única excepción es la provincia canadiense de Alberta, que ha puesto en práctica agresivas campañas de exterminio para evitar la infestación desde las zonas vecinas. Lo cierto es que su clima es tan poco acogedor que ninguna rata en sus cinco sentidos quiere vivir ahí; estas prefieren las instalaciones más templadas que construye el hombre, los edificios y sus drenajes que les dan cobijo y las abastecen de una fuente inagotable de comida en sus basureros.
No todas las ratas son iguales. En su pasar por el mundo, la rata café desplazó a la rata negra, más pequeña y amable, y cuando llegó en barcos a las islas del Pacífico del sur, la emprendió contra todos los pájaros y pequeños mamíferos que encontró.
Los humanos también llevaron conejos en sus viajes. Estas lindas criaturitas, que se esconden de todo cuando están en su ambiente natural, se hallaron tan a sus anchas en un edén en el que nadie los perseguía que se reprodujeron…, pues sí, como solo ellos saben hacerlo: como conejos. En algún momento se llegaron a contar 600 millones de estos peluditos solo en Australia, donde continúan los intentos para reducir su número y proteger las cosechas que les sirven de comilona tipo buffet. Hoy la pelea sigue en pié.
Algo así pasó con los gatos. En su momento, los marineros se hicieron acompañar de estos traviesos felinos que, al verse libres, terminaron por azolar las islas y vaciarlas de muchas de las aves que vivían ahí; tan aislados como estaban, los plumíferos nunca se habían enfrentado a un depredador tan eficaz y desalmado como este.
Aunque al parecer a muy pocos les quita el sueño (estamos más ocupados estamos en pagar nuestras facturas), son muchas las especies invasivas que han afectado los ecosistemas y acabado con la flora y con muchas especies de animales pequeños e indefensos de los que nadie se acuerda ya, y también con otros bastante más grandes. Donde los gatos no pudieron, los maoríes y otros viajeros australes tuvieron éxito en ayudar a bien morir al ave elefante y a la moa, que eran tan grandes que uno pensaría que nadie tendría el valor de enfrentarse con ellas cuerpo a cuerpo, aunque si en montón. Nadie volverá a ver a estos pájaros enormes si no es en pinturas o en algún museo.
Los primeros americanos no se quedaron atrás y se desayunaron a los caballos, que solo volvieron a verse en estas tierras miles de años después, con la llegada de los españoles. Fue una suerte para algunas especies que los antiguos asiáticos y africanos les hubieran encontrado otro uso además de botana y las domesticaran. De otro modo, nadie sabe qué habría sido de ellas.
Bueno, para ser sinceros, los científicos no están tan seguros de que nuestros heroicos antecesores cazaran a todos los grandes mamíferos, pues el cambio del clima y otras razones también ayudaron bastante a su desaparición, pero es un hecho que la llegada de humanos coincide curiosamente con la «gran extinción» en la que desapareció buena parte de la megafauna del mundo; más del 70% en el caso de la América del Sur se perdió justo en este periodo, por una u otra razón.
Así como nuestros parientes iban llegando a uno y a otro lados, fueron desapareciendo los caballos, los mamuts y los perezosos gigantes. Luego, como en un dominó de la muerte, los siguieron los tigres dientes de sable, el oso de las cavernas, los lobos de Tasmania y muchos otros. En estos veinte mil años de la llamada sexta gran extinción, hemos estado a punto de dar por descontadas a las ballenas, al bisonte americano, al tigre de bengala, a todas las especies de rinoceronte y muchos más. De algunos quedan unos pocos ejemplares, las más de las veces en cautiverio. De otros muchos, ya no queda ni el recuerdo. Y otros más están en proceso de darle cuenta al Creador, gracias a la contaminación y la pérdida de su hábitat natural generadas por nosotros. Sacrificados o muertos de hambre y de sed, estos son detalles que al parecer no importan, pronto serán una marca más en la lista.
En esta masacre indiscriminada, hasta los pobres topos deben pagar su cuota, aunque de ellos nadie se alimenta, que son inofensivos y que con sus túneles ayudan a la tierra, oxigenando, removiendo y abonando donde más hace falta. Bien pensado, no se entiende por qué tener una mancha de pasto inmaculada en un jardín aburrido o en un campo de golf artificial vale el sacrificio de estos pequeños mamíferos; como el de miles de especies de plantas, insectos o animales que cada día desaparecen o están en camino de hacerlo solo porque podemos.
No hay duda de que tenemos bien ganado el título de especie más invasiva. Somos la peste suprema, el destructor por antonomasia. A este paso, pronto quedaremos solos, con algunas vacas, conejos, gatos, ratas y cucarachas. Así que quizá tendríamos que aprender a quererlos más a ellos, nuestros fieles compinches que nos han acompañado sin falta a lo largo del camino.