Las luces en la calle brillaban moribundas sobre el pavimento húmedo y negro, desdibujadas por la lluvia que caía sin tregua. Odio las noches que parecen salidas de una película de misterio, y esta en particular era de las que te hacen desear quedarte en casa, con la botella abierta y las puertas bien cerradas.

Aburrido en la oficina, iba por la segunda copa y a la mitad del tercer cigarro cuando el teléfono me sacó de mi sopor. Estaba hipnotizado viendo la lluvia resbalar por la ventana. Pasado el sobresalto, decidí dejarlo sonar. Quien llamara a esa hora colgaría pronto. Los días habían estado flojos y yo no tenía casos pendientes ni andaba de humor para estupideces. Pero hay llamadas necias, que no te sueltan. Después de seis o siete timbrazos, ya de malas, contesté.

—Habla Garay —dije, con la voz más áspera de lo que me habría gustado.

La voz al otro lado sonaba nerviosa y sus palabras tropezaban unas con otras.

—¿Detective Garay? Creo que maté a alguien.

No pude evitar sonreír. Me recosté en la silla, lancé una bocanada de humo que se desdibujó hacia el techo y dejé que las palabras flotaran en el aire un momento, seguro de que el silencio le ardería como un trago de whisky bajando en seco antes de llegar al estómago. Después de un largo minuto, hablé.

—¿“Cree” que mató a alguien? Eso no es algo que la mayoría de la gente confunda, señor… ¿Tiene usted un nombre que acompañe a este desastre?

Hubo una pausa que me hizo sospechar que el dueño de esa voz temblaba sobre el auricular del otro lado de la línea.

—¿Importa? ¡Están muertos! —contestó agitado.

Otro asesino arrepentido era justo lo que me faltaba. La rabia es un animal salvaje, pero la culpa… la culpa tiene una manera de masticarte lento, saboreándote. Aun así, la llamada me sorprendió. ¿Por qué a mí? ¿Por qué no huir o entregarse? Pronto lo sabría. Mientras tanto, ahí estaba yo, aguantándolo.

—Claro que importa —dije, dejando el cigarrillo en el cenicero y acercando un bloc de notas—. De otro modo, esto no es más que una charla entre dos idiotas sobre absolutamente nada. Ahora dígame quién habla o cuelgo.

La voz se quebró en un balbuceo entrecortado.

—Maté a mi esposa. Y al hombre que estaba con ella.

Eso me sacudió. Hay mucha sangre y mala leche en esta ciudad, pero cuando un marido se despacha a su mujer y al amante… bueno, pues es el tipo de historia que sale en los diarios de la tarde. Alcancé mi gabardina y tomé el revólver del cajón de abajo.

—¿Desde dónde me está llamando? —pregunté, garabateando unas palabras en el bloc.

—Desde casa —soltó, con algo que pareció un quejido leve, aunque debió ser una risa de resignación—. Si es que todavía puedo llamarla así.

La noche prometía ser larga y lo último que me apetecía era salir al frío, pero tomé las llaves del auto, una cajetilla nueva de cigarrillos y me dirigí a la puerta. Si hubiera sabido lo que me esperaba, me habría quedado.