—Comencemos —dijo el más anciano del grupo, golpeando la mesa con sus nudillos deformados por la artritis.
La charla, que hasta ese momento había sido animada, cedió. El ruido de las sillas arrastrándose sobre el piso de madera terminó pronto, lo mismo que el sonido metálico de cucharillas removiendo café en tazas de porcelana fina.
Alrededor de una gran mesa de nogal, sólida y oscura, ocho de los médicos más reconocidos de la ciudad se sentaron en su lugar de siempre, con el rostro apenas iluminado y las batas blancas recién planchadas. Desde tiempos inmemoriales, siempre habían sido ocho. Ni uno más, ni uno menos. Eran los guardianes del saber antiguo, los arquitectos del silencio, los protectores de las artes herméticas.
—Pero antes de comenzar, pronunciemos el saludo —resonó en la sala la voz del presidente de la cofradía, José Durand. Era un cirujano de manos impecablemente limpias, fuertes, pero con una piel sorprendentemente suave y delgada de tanto rasparlas con cepillo y jabón.
Los médicos alzaron sus copas de cristal.
— Primum, no dañar. Secundum, preservar el conocimiento. Tertium, proteger la profesión.
—Por el pulso firme —dijeron varios al unísono.
—Firme como la firma ilegible —se sumaron otros al responsorio.
—¡Larga vida a la Hermandad!
Iniciada así la sesión, el presidente procedió a abrir un expediente grueso que llevaba consigo, plagado de notas y recortes de informes médicos. Todas las hojas tenían un detalle perturbador: la letra era clara. Perfectamente legible.
—El caso que nos ocupa hoy —continuó con voz grave y pausada— es el del doctor Guillermo Torres.
Silencio. Afuera, la lluvia que golpeaba con insistencia.
—¿Torres? Sí, he oído de él —añadió una mujer de cabello entrecano y gafas diminutas—, es muy joven. Ingenuo. Un idealista peligroso.
—Se dice que en la escuela rehusó tomar la clase de “Caligrafía médica avanzada” —dijo otro, con un dejo de indignación—. La consideró… ¿cómo fue que dijo? Ah, sí: “un acto de complicidad criminal”.
Una exclamación ahogada recorrió la sala como un escalpelo cortando piel tensa.
—No solo eso —agregó otro—. Ha comenzado a escribir diagnósticos en lenguaje común. En sus recetas, en lugar de abreviaturas crípticas, describe los tratamientos en palabras que… que cualquier paciente podría entender.
La palabra “paciente” fue pronunciada al paso y con un matiz extraño, como si fuera una molestia inevitable. Entonces, un murmullo de indignación recorrió la mesa. El presidente alzó la mano para calmar los ánimos. Cuando la concurrencia calló, el doctor Durand continuó.
—Y aún hay más. Recientemente ha cuestionado el uso de ciertos procedimientos tradicionales. Dice que algunos medicamentos podrían ser reemplazados por opciones más accesibles, menos costosas. Y ha hablado —aquí el presidente bajó la voz— de “errores médicos”… en foros públicos.
El silencio que siguió fue absoluto, solo interrumpido por el gorgoteo de una cafetera en algún rincón oscuro del salón.
—Intolerable. Debemos hacer algo —casi gritó la mujer de las gafas.
—Es un riesgo. Si permitimos que siga, todo nuestro trabajo se desmoronará. ¿Qué haremos con él?
—Se hace necesario un escarmiento ejemplar —propuso otro.
—Una lección.
—¿En verdad esto es necesario? —dijo el más joven entre ellos—. Al final, Guillermo es un buen médico y lo hace con la mejor de las intenciones… —aquí, el médico se detuvo aquí al sentir las miradas hostiles de sus compañeros— bueno, es cierto. Tiene que hacerse.
El anciano levantó la mano y las voces se acallaron.
—Hay métodos más sutiles a los que podemos echar mano.
Hubo un asentimiento general, lento, calculado. Luego, la decisión inevitable.
—Me parece que a la aventura académica de nuestro joven médico le ha llegado su fecha de caducidad.
El farmacéutico, desde su silencio en la esquina de la habitación, se inclinó hacia adelante. Fue invitado porque era considerado un “amigo” de la profesión, pues había pasado años descifrando garabatos, interpretando lo ininteligible, administrando… lo necesario. Las miradas del salón convergieron en él cuando se levantó y habló:
—Sí, creo que yo podría ayudar.
Eso era suficiente. El veredicto se ejecutaría pronto, y como siempre, con elegancia clínica.
Pocos sabían que Guillermo se hizo médico por el amor que su padre, un internista destacado, le inculcó por la profesión. Todos los días recordaba sus palabras: una buena receta salva más vidas que la cirugía más brillante.
Estaba de guardia en el hospital cuando recibió el llamado. Se le necesitaba en urgencias para atender a una mujer de edad avanzada con presión arterial inestable. Llegó tan rápido como pudo y examinó a María del Pilar, una paciente recurrente. Sabía que su tratamiento funcionaba bien. Bastaba un pequeño ajuste. Mientras la auscultaba, le preguntó por su familia y las nuevas travesuras de su pequeño nieto.
No dudó. Pidió el medicamento a la farmacia.
—Aquí tiene, doctor. Tal como lo pidió —saludó el farmacéutico con una sonrisa.
De inmediato, Guillermo firmó el informe de administración de medicamento. Fue su última firma como médico.
Lo que Guillermo no vio fue el leve color amarillento en el empaque. Las prisas por resolver la urgencia y una guardia que ya sumaba 36 horas, un viejo recurso de la profesión para domar la rebeldía natural de los novicios, hacían su efecto. Cansado como estaba, no vio la fecha impresa en una esquina: diez años caduco.
María del Pilar tragó la pastilla. Sonrió levemente, confiada. Por un instante, todo pareció en calma. Luego, su respiración se volvió irregular. Sus dedos se crisparon sobre la sábana antes de que Guillermo pudiera reaccionar.
—¿María…? ¿María…?
A la mañana siguiente, Guillermo repasó la escena una y otra vez. Su pulso se aceleró. Lo hizo bien, ¿verdad? No había cometido ningún error. No podía haberlo hecho. Pero la imagen del empaque amarillento flotó en su memoria. Su estómago se encogió.
La noticia recorrió los pasillos del hospital como una corriente eléctrica. Un error fatal. Un descuido imperdonable. La junta médica se reuniría de emergencia.
Cuando Guillermo cruzó la puerta de la sala del comité de ética, ocho eminencias médicas lo esperaban. Sombras largas alrededor de una mesa de nogal. En una orilla, una silla sin ocupar. Su silla. Trató de tragar saliva, pero su garganta estaba seca. A su mente volvían todas las historias que había escuchado de este lugar. Nunca las había creído, pero ahora no pudo evitar pensar en eso.
El presidente de la junta deslizó un expediente hacia él. Guillermo vio su nombre en la portada.
—Doctor Torres —dijo con voz neutra—, nos preocupa su proceder.
El aire en la sala se volvió espeso. Afuera, la lluvia arreciaba de nuevo y un relámpago iluminó la habitación. En ese momento, ocho anillos de la Orden Hipocrática brillaron en los anulares de los médicos.
—Comencemos.
Guillermo quiso hablar. No pudo.