Tengo marido. Lo sé porque alguna vez hubo cariño y amor. Recuerdo cómo era amarlo, la forma en que llenaba la casa con su risa, su olor. Pero algo cambió. No fue de golpe. Tal vez por eso aún conservo vivo el enojo de su primera infidelidad. Hubo lágrimas, promesas y gritos; estuve furiosa durante días, pero al final decidí creerle y seguimos juntos. La segunda vez me invadió la tristeza y llegué a pensar que yo tenía la culpa. La tercera vez vino una gran decepción y solo quedaron el desprecio y la indiferencia. Para entonces, él ya no existía para mí.

Su presencia se fue apagando como los colores en un cuadro viejo. Dejé de escuchar su risa. Sus pasos, tan firmes antes, se volvieron imperceptibles. Hasta que un día me sorprendió oír su voz como si llegara desde muy lejos. Sobresaltada, me di cuenta de que estaba ahí, a mi lado, sentado en la cocina y hablándome de algo trivial. Tuve que enfocar la vista para distinguir su figura traslúcida.

Sencillamente, fue dejando de estar. A veces creía verlo en los reflejos de las ventanas. Como esas sombras que uno cree ver por el rabillo del ojo, pero desaparecen al mirarlas de frente, nunca podía estar segura de si en realidad había estado ahí.

Últimamente no sé nada de él, aunque sospecho que ronda la casa. Lo intuyo por pequeñas huellas de su paso: un plato sucio, una silla movida, un olor que podría ser su loción… o esa brisa imperceptible que queda cuando alguien acaba de cruzar la habitación.

Pero, al final, tampoco eso importa ya.