En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso.

Una tarde agradable de otoño, mientras la voz del imam llamaba a oración desde un lejano minarete, el califa Harún-al-Rashid mandó avisar a su Gran Visir, Yafar, que lo esperaría en el palacio por la noche.

—¡Comendador de los creyentes! Aquí estoy para lo que disponga vuestra majestad.

—Visir —le dijo el gobernante— quiero conocer cómo se encuentra nuestro pueblo. Ahora mismo iremos a dar una vuelta por la ciudad para saber lo que se dice. Sobre todo, debo enterarme de si los oficiales que administran la justicia están o no cumpliendo con su deber. Mi sobrenombre es El Justo, y debo hacer honor a mi fama. Avisa al instante a Mesrour, el jefe de los eunucos, para que se apreste a salir.

Después de disfrazarse lo mejor que pudieron para pasar como simples parroquianos, esa noche los tres caminaron por las calles del centro de la imponente Bagdad y se detuvieron en cada uno de los mercados que se les cruzaron en el camino para ser testigos de la justicia del reino. Cerca de las tres de la mañana entraron por una callejuela que daba a la moderna Plaza de Gari-Baldi, una zona muy popular para el turismo, en la que por las noches tocaban los músicos y se reunía un gran gentío. Ya se oían las notas de las alegres canciones cuando, a unos pasos de la plaza, escucharon detrás de ellos el grito de “¡alto ahí!”, mientras un par de guardias vestidos de azul se acercaban a ellos.

—¿Quiénes son ustedes y a dónde creen que van? —les dijo uno de los guardianes de la Ley.

—Somos turistas, oficial, y vamos a la plaza a pasar el rato —contestó el visir, buscando en su cabeza un pretexto creíble que les permitiera salir del apuro sin exponer al califa.

—Sí, claro, turistas —se apresuró a decir el uniformado— ¿Y qué más? Ya, mejor digan la verdad. Seguro que unas florecitas perfumadas como ustedes no estarán paseando en las esquinas así nada más a estas horas.

—Perdón, no entendí.

—Hazte, hazte. Ya dime, ¿Cuánto cobran?

—No estoy muy seguro de lo que está usted insinuando pero, si es lo que creo, exijo hablar inmediatamente con sus superiores.

—Uy, sí, ¿conque “exijo”, no? —le contestó el guardián del orden con media sonrisa en la cara y la mirada fija en el eunuco— Si basta ver a ese negrote maricón para saber a qué se dedican. ¿O no, güerito? —continuó diciendo, mientras movía su mirada hacia El Justo, quien se había mantenido perfectamente silencioso. Está bien, ya que insisten en ver al comandante, pero les irá peor. ¡Jálenle al carruaje!

Después de un viaje corto en el que no faltaron todo tipo de palabras altisonantes y alguno que otro zape, los tres compañeros llegaron maniatados al cuartel. Tan solo llegar e inmediatamente los tres comenzaron a gritar que eso era un abuso y que tenía que recibirlos cuanto antes el jefe de la guarnición. Los guardianes que los detuvieron no sabían con quién se habían metido, o al menos eso les dijeron una y otra vez los detenidos.

—Muy influyentes, ¿verdad? ¡Pues a los separos con ustedes!

Las horas pasaron y en la humedad de la celda, con un frío que calaba en los huesos, el califa rumiaba su coraje, mientras que el visir no podía esconder su cara de preocupación. El único que se mantenía tranquilo era el eunuco, pues ya antes había pasado por situaciones similares en sus salidas nocturnas.

Como a las cinco de la mañana, mientras los fieles hacían sus abluciones en preparación al Fajr o la oración de la mañana, un tercer policía entró a la celda para “sondear el panorama”. No estuvo más que unos minutos y al salir le dijo sin ninguna discreción al que cuidaba la puerta: “Pues sí, parejita, se ve que tienen lana. Nos va a costar un rato más, pero a estos sí los torcemos. Avísale al juez a ver si los recibe”.

Los detenidos dieron un brinco, entre el miedo y la urgencia de dar por terminado con este triste incidente. Pero la entrevista con el juez se fue posponiendo por varias horas que les parecieron interminables. Esto fue para “suavizarlos” con una espera prudente. Encerrados como estaban y sin poder pedir ayuda, los tres infelices pasaron las horas más oscuras de la noche escuchando historias terroríficas sobre la justicia del reino. Así fue como Su majestad se informó de primera mano, es decir, de boca del borracho de la celda contigua, de que había quienes habían estado incomunicados así durante años, que por las noches aparecían demonios que se comían a algunos desdichados y que los más desaparecían para no volverlos a ver jamás; después de entrar en la oficina del juez nadie sabía más de ellos. Aquí hay que decir que estas historias y otras más poblaron el sueño de Su Alteza durante años, quien desde ese momento nunca volvió a dormir igual.

Lo que sucedió en aquella celda sería digno de un relato mucho más oscuro… pero, por respeto a los lectores y a la memoria del califa, mejor sigamos adelante, pues de ahí salieron como pudieron, más magullados que iluminados. Saltadas estas horas negras, cuando llegó el día frente al juez, el gobernante mantuvo la ecuanimidad y decidió que sería mejor que solamente hablara su visir. Pero el ministro no abrió la boca; para sorpresa de todos, permaneció callado por largos minutos. Lo cierto es que no sabía qué decir, pues no quería que los demás notaran que conocía al magistrado y que éste, como el resto de los jueces del reino, le entregaba regularmente parte de las ganancias de sus atropellos. Así que juez y ministro se hicieron los desentendidos, lo que puso a todos en una situación por demás incómoda, hasta que Mesrour, quien entendió rápidamente lo que sucedía y supo comportarse a la altura, intervino para salvar el momento. El guardián del honor del sultán se acercó al funcionario y con unas cuantas palabras al oído le entregó discretamente algo por debajo de la mesa. En unos minutos estuvieron fuera.

El tema nunca volvió a mencionarse. Se dice que el príncipe estuvo triste toda esa semana. Se encerró en sus aposentos y no quiso ver a nadie hasta que un buen día apareció muy temprano en el Gran Salón, mandó llamar a sus generales y declaró de nuevo la guerra a Bizancio. Le pareció que desaparecer por un tiempo e irse a la guerra a combatir infieles sería lo más seguro para él y sus nervios destrozados. Esta fue la última vez que se supo que el Comendador de los creyentes saliera de su palacio de incógnito y sin una nutrida guardia.

Toda gloria a Dios.