Tarea, escribir un relato con base en una historia de Roald Dahl: “El hombre del sur”

Terminada la ceremonia en la Iglesia, estuvieron menos de una hora en la recepción para agradecer a sus amigos y familiares, solo por cumplir con el protocolo, y arrancaron a toda velocidad hacia la carretera. Tenían prisa, esa prisa de la juventud por comerse al mundo y empacar por el camino cuantas aventuras pudieran encontrar. Sí, esa sería una manera original de pasar su luna de miel; cruzarían el país de un extremo al otro en su pequeño auto rojo. Guillermo destilaba fuerza y una energía llena de deseo animal por Esther. Ella lo veía con ojos llenos de amor y sacrificio; iría hasta el fin del mundo por él. Por ahora, se dirigían a visitar a un amigo que los dejaría descansar ahí unos pocos días antes de reiniciar el viaje el martes hacia su siguiente parada.

—¿Viste la cara de tu mamá cuando le dijimos que nos íbamos y que no nos quedaríamos en la fiesta?

—Sí, caray. Ahora siento pena por habernos salido así, después de todo lo que trabajó la pobre para que todo saliera bien. ¡Y los primos de Tijuana, que viajaron solo para la boda! Bueno, ni modo, ya lo hicimos. Si llegamos hasta allá, tenemos que pasar a saludarlos.

—Bah, así estuvo mejor y seguro que se quedaron igual de divertidos sin nosotros.

—Pues sí, ya nos contarán. Lo que me preocupa ahora es que estemos en la montaña tan tarde. Ya ves que nos advirtieron de los asaltos y nos insistieron mucho que solo viajáramos de día. Debimos salir más temprano.

Guillermo la vio de reojo fruncir las cejas, con ese gesto que ella hacía cada vez que estaba enojada y que secretamente le divertía tanto a él. En momentos como ese, su cara le recordaba la de una niña pequeña a la que le niegan su juguete. Él contuvo a la mitad una sonrisa antes de que ella lo notara, aunque sabía que tenía que haberle hecho caso y salir temprano por la mañana. Esther tenía razón.

Conforme subían por la sierra y el pequeño auto se esforzaba para seguir en la empinada carretera, las curvas en el camino se iban haciendo cada vez más estrechas y una niebla espesa comenzaba a cubrirlo todo. Guillermo bajó la velocidad, de 120 a noventa, y de noventa a cuarenta. Aun así, iban demasiado rápido, pues no se podía ver nada más allá de unos pocos metros adelante del cofre del auto y las luces blancas hacían brillar la bruma como una cortina blanca frente a ellos. Tendrían que detenerse en algún lado.

—¿Tienes que ir tan despacio?

—Pues mira tú misma, a mi carrito le cuesta subir aquí y además no se puede ver nada, ni el camino. Mejor busquemos algún lugar para detenernos.

—¿Cómo que detenernos? ¿No pensarás parar, verdad? Estamos solos y esas historias que nos contaron sobre esta parte me tienen asustada. ¿Dónde vamos a parar? Mejor seguimos, aunque sea despacio.

—Te juro que no se puede. Si seguimos, vamos tener un accidente. No, no podemos seguir así. Mejor ayúdame a buscar en dónde esperar un rato.

Siguieron un poco más, navegando despacio sobre esa nata cada vez más espesa. Él se veía preocupado, con la vista clavada en el camino. Ella no recordaba haberlo visto nunca así, la cabeza hacia adelante y los ojos muy abiertos y fijos hacia adelante le daban un aspecto extraño, tenso. Las manos apretaban con tanta fuerza el volante que los nudillos se veían blancos. Fueron veinte minutos muy largos hasta que vieron adelante unas luces a la orilla del camino. Aparecieron de la nada al salir de una de las curvas. Cuando estuvieron más cerca, reconocieron que se trataba de un restaurante, una fonda o algo así, no mucho más que un rectángulo sin ventanas; algo que pudo haber sido alguna vez un cobertizo, pero que ahora tenía un letrero grande al frente y muchas luces de colores que le daban un aspecto bastante vulgar. Resultaba increíble verlo aquí, en medio de la nada, pero el lugar parecía lleno. Afuera, estacionadas en la puerta entre otros autos, llamaba la atención un grupo de camionetas grandes, último modelo, cuyo lujo contrastaba con la pobreza rural de la zona. Una vaga sensación de alarma sonó en sus cabezas: quizá no debían parar. Voltearon a verse uno al otro en silencio. Él no quería seguir manejando y tenía hambre. Con el auto ya detenido, parecía haberse relajado, así que ella se dijo que debía calmarse. Al final, estaban juntos y el lugar no se veía tan mal. Hay escondites en el camino que son famosos por su sazón y atraen a los viajantes que van de paso desde muy lejos. Sí, seguramente encontrarían algo caliente para comer. Al menos era un lugar en donde podrían resguardarse del intenso frío y esperar a que pasara la niebla. Ya visto de cerca, pensaron que incluso no estaba tan mal, cuando escucharon el ritmo pegajoso de un corrido tumbado que llegaba a hasta ellos. Tal vez hasta se tomarían una cerveza. Dejaron el auto cerca de la puerta y, sin pensarlo más, entraron.

Las puertas se abrieron hacia adentro, dejando ver un salón con el piso de cemento planchado, sin más adorno que varias mesas y sillas de metal alrededor de una estrecha pista de baile que en ese momento se encontraba abarrotada. La pista era la zona más iluminada, pues el resto estaba envuelto en una penumbra, a veces rojiza y otras más azul, que le daba un aspecto de lo que era: un salón de baile de arrabal. La música había cambiado de ritmo ahora y en las bocinas retumbaba, distorsionada, una canción de banda. Aunque ya no era raro escuchar esa música tan al sur, no dejaba de llamar la atención, especialmente porque hacía juego con los pantalones vaqueros, las botas altas y de puntas largas, y los sombreros tejanos de los jóvenes que se habían puesto a bailar con energía. Las muchachas, morenas y más bien bajitas, se dejaban llevar por sus parejas en esta danza alocada.

—¿Ves que no está tan mal? ——preguntó él, con la mirada brincando alrededor de un lado al otro.

—¿Y si bailamos? Anda, ven, vamos a la pista, que no es velorio.

—¿Y si primero nos sentamos un ratito?

—Claro que no. Vengo todo entumido de estar sentado tanto tiempo. Anímate, ven.

La tomó firmemente de la cintura delgada y ella aceptó con una sonrisa nerviosa. Ya en la pista ella comenzó a relajarse y se dejó llevar por los movimientos ágiles de Guillermo quien, para su sorpresa, resultó era experto en estos bailes. Ya hablarían de eso más tarde; mientras tanto, a los pocos minutos, Esther brincaba y cantaba, con una gran sonrisa en la cara. El calor de la gente que los apretaba, el ritmo primitivo de la música y sentirse abrazada por su marido, porque finalmente ya era su marido, la hicieron olvidarlo todo. Qué raro se sentía pronunciar estas palabras extrañas: “mi marido”, pero hacerlo le hacía sentir un calor especial en el corazón. Después de un rato, estaba girando en las nubes. Luego, cuando sintió que comenzaba a sudar, dijo: “otra canción y ya”. Tampoco se trataba de perder el estilo.

Un hombre alto y de bigote espeso, con un sombrero tejano como los de los otros, se acercó a ellos junto a la pista. Parecía que los estaba esperando. Tocó el brazo de Guillermo y le grito unas palabras, casi al oído, para hacerse escuchar por encima del escándalo de las bocinas y de la gente que gritaba a todo pulmón la letra de aquella canción: “No me da miedo y represento el movimiento. Un doble vaso retacado y polvo en mi nariz”. Quienes estaban alrededor voltearon hacia el otro lado ante la presencia de este hombre. Esther vio a los otros dos que acompañaban al hombre alto con cara de pocos amigos. Igual que este, vestían vaqueros y botas puntiagudas. Los dos eran grandes, robustos más bien, y sus caras aindiadas no mostraban ningún gesto, ninguna expresión, solo eran dos pares de ojos que los veían fijamente.

—Sí, claro. Dile a tu jefe que con gusto aceptamos la invitación.

—¡Guillermo!

—Si es nada más una copa que nos invita el dueño y a platicar un rato. Igual hasta conseguimos algo de cenar.

Caminaron despacio al fondo del salón, conforme la gente se iba haciendo a un lado para dejarlos pasar. La concurrencia era mucho menor que cuando llegaron y era evidente que mucho había decidido irse en ese momento.

Toparon con una puerta cerrada que abría hacia un pequeño salón anexo al principal. Ahí había varias personas, unas paradas, otras sentadas alrededor de tres o cuatro mesas con botellas y vasos. Algunos más allá jugaban a la baraja, pero la mayoría se mantenía atenta a lo que pasaba en una pequeña mesa en el centro, donde solo había un joven sentado. Trataban de entender lo que sucedía, cuando unos metros más allá un hombre más bien bajo, de poco más de cuarenta años gritó:

—¡Qué bueno que pudieron venir, muchachos!

Voltearon a verlo. Vestía como los demás, pero se veía diferente. Sobre la camisa blanca de una seda brillante, lucía un chaleco rojo bordado con un par de dragones dorados, punteras de plata en las botas y en las muñecas y el cuello colgaban amplias cadenas de oro. Igual, pero diferente. Hasta en las cachas de la pistola se veían incrustaciones costosas, un despliegue ostentoso que le daba un aspecto desagradable, pero que claramente a él lo hacía sentir bien. A su alrededor, los asistentes le abrían el paso para dejarlo pasar conforme caminaba entre ellos.

—Adelante, pasen, no se queden ahí parados. ¿Qué quieren tomar? ¿Señorita, un “cosmopólitan”? ¿Una cerveza? ¿O coñac con coca, como yo? Pidan lo que quieran, que aquí tenemos de todo.

—Me imagino que tú eres el dueño, ¿verdad? Gracias por invitarnos.

—No, muchachos, ni lo mencionen. Es un gusto tenerlos por acá.

Esther se sintió incómoda al ver todo esto y oír el intercambio. Abrió la boca para decirle algo a Guillermo, pero un grito al centro del salón la interrumpió:

—¡Seis!

El hombre de las cadenas de oro volteó hacia allá. “Vas bien, chamaco. Ya casi. Solo te faltan cuatro. Síguele”.

El joven en la mesa en medio del cuarto estaba sudando. Ahora lo podían ver bien; tenía una mano amarrada a la mesa y en la otra tenía un encendedor. Era de esos viejos encendedores de gasolina, metálico y con mecha de algodón, bastante gastado. Lo acababa de cerrar, pero el muchacho no podía quitarle los ojos de encima, estaba como hipnotizado. Era evidente que estaba preocupado. Apoyó la mano del encendedor en la mesa para tratar de controlar el temblor que agitaba su mano libre. Respiraba rápido y entrecortado. “Ya van seis y faltan cuatro”, pensó, “ya es menos”, pero el temblor no le permitía apartar la mano de la mesa. Así no lo lograría.

Guillermo y Esther no entendían lo que pasaba, hasta que su anfitrión comentó:

—Miren a este chamaco, cómo tiembla. Qué pronto se le quitó lo presumido. ¿Verdad, Raúl? Conque tu encendedor no falla. Vamos a ver. Te faltan cuatro. Síguele.

La pareja miró bien al muchacho. Era muy joven, quizá no llegaba a los veinte. Sus ropas eran como las de los demás del grupo: vaqueros y botas. El sombrero tejano en la mesa debía ser suyo. Llevaba una barba escasa, pero vanidosamente cuidada: era solo una raya delgada que cruzaba de una patilla a la otra, también rebajadas. Debía dedicarle mucho trabajo.

Volteando a ver a los recién llegados, el hombre de la camisa de seda les dijo: “Vean bien a este tarugo, para que aprendan a no andar de presumidos. Anduvo diciendo que su encendedor no fallaba nunca y le aposté mi troca; esa grandota que está en la puerta. Un buen trato ¿no?”

Ellos seguían sin entender la tensión que parecía extenderse alrededor de la mesa ni el terror que se veía en los ojos del muchacho. Solo se trataba de una apuesta.

El cabello del joven, que debía de haber estado peinado pulcramente envaselinado hacia atrás, se veía revuelto y algunas hebras le cruzaban la cara. Nada especial en él, salvo la mueca de miedo que torcía sus labios, mientras el sudor frío escurría desde su frente. Cualquiera pensaría que no es posible sudar así con este frío, pero así era. Él no parecía darse cuenta de nada, solo su mano existía. Su mirada fija en el encendedor, echaba de vez en cuando una ojeada a la mano amarrada a la mesa.

—Así que apostamos. Ahí está mi camioneta, que vale más de diez años de trabajo de este muerto de hambre, a que no lo encendía diez veces seguidas sin fallar. Fácil ¿no? Si tanta confianza tiene en su cosa esa, no debería ser tan complicado. Pero como este perro no tiene nada que apostar, se la puse todavía más fácil; sería algo suyo que no valiera nada.

Esther tenía una mueca que Guillermo nunca había visto en su cara. Los ojos abiertos, la boca pequeña y bien cerrada. Estaba asustada. Apretó la mano de Guillermo y le dijo al oido:

—Vámonos, por favor.

—Sí, ya nos vamos. Solo espérate un momentito para ver de qué se trata esto. ¿Ya viste esa camioneta?

—No, vámonos.

—Sí, sí. Nomás un segundito

Ninguno de los dos podía quitar la vista de lo que pasaba en la mesa. El del encendedor trataba de esconder el temblor mientras levantaba la pequeña caja plateada, la destapaba con la uña del pulgar y la volvía a cerrar. No volteaba a ver a nadie, pero movía la cabeza despacio, como pensando. Quizá trataba de descifrar cuál sería la mejor manera de activarlo; tal vez con un movimiento rápido para mantener los vapores del combustible intactos antes de que evaporaran o posiblemente despacio, para no arriesgarse. En algún momento se lo acercó a la nariz, muy cerca, aspirando fuerte, como tratando de ver si la pequeña caja todavía tenía gasolina, aunque eso fuera imposible de saber de esa manera. Tenía que haberlo destapado con las dos manos para comprobar la humedad de la estopa en el interior, si hubiera podido hacerlo con una mano amarrada. Lo cerró de nuevo, descansó el brazo en la mesa y al siguiente intento la pequeña tapa metálica se resbaló. Tuvo que volver a hacer el movimiento para comprobar que sí era capaz de hacerlo y lo cerró de nuevo. Su ojo izquierdo comenzó a brincar. Bajo otras circunstancias hubiera parecido gracioso el tic involuntario que movía su ojo hacía arriba. Ahí estaba, solo un saltito rápido hacia arriba. Con un gesto torpe, trato de tapar su ojo. Después de un minuto, se resignó y, sin hablar, dejó descansar la mano en la mesa mientras trataba de calmar su respiración. El ojo seguía brincando. La mueca en los labios seguía ahí, más clara. Afuera, adentro, afuera, adentro. A pesar del esfuerzo, no podía respirar bien; parecía ahogarse.

—Apúrate, que no tenemos tanto tiempo para ti —le gritó un hombre parado atrás de él, arrastrando por el piso la punta del machete que mantenía en la mano, con la clara intención de que se oyera el ruido del metal sobre el cemento.

—Vámonos ya.

En ese momento el joven frunció las cejas y apretó la boca. Parecía decidido. De un solo impulso levantó la mano, abrió el mechero y accionó la piedra con el pulgar. Todo fue uno. Sorprendidos por el movimiento, Esther y Guillermo se voltearon a ver, sin alcanzar a comprender del todo lo que pasaba. Todo fue tan rápido. En el séptimo intento con el encendedor la flama no encendió. Aterrados, vieron deformarse la cara del joven, mientras volteaba a ver su mano, desencajado. En el mismo instante que fue claro que había fallado, el del machete dio un brinco para ponerse junto a él y dejó caer la pesada hoja sobre la mesa, sobre su mano. El fuerte ruido metálico resonó con un golpe seco que dejó a todos helados y un grito espantoso rompió el silencio. El pobre muchacho cayó inconsciente encima de la mano amputada, con la cara pegada al chorro de sangre que comenzó a borbotear de su brazo mutilado.

—Ah, que chamaco. Así aprenderá a respetar. Además, era solo la mano izquierda, no se perdió tanto. Bueno, güero, ¿en qué estabamos? Ah, sí, me gusta tu mujer. Te apuesto mi camioneta a que no enciendes su encendedor diez veces seguidas.