Cuando vimos llegar la carroza fúnebre al patio del Instituto, nadie lo podía creer. Yo, de plano, no me aguanté; me salió del alma:

—¡Ahora sí, lo que faltaba! ¡Hasta los muertos vinieron a votar!

Una carcajada generalizada llenó los rincones del salón principal. Esto ayudó a romper un poco con la tensión del día, que a esa hora ya alcanzaba su clímax. Estábamos agotados tras una jornada larguísima recibiendo cajas —perdón, urnas, que suena elegante y, claro, fúnebre— repletas de papeletas, que junto con “casillas” y “boletas” forman un trío de diminutivos que no ayudan mucho a tomarse en serio nada de esto.

La escena que se nos presentaba era tan absurda como simbólica: una carroza mortuoria entrando al recinto de la democracia. Algunos reporteros casi se atragantaron de la emoción. “¡Qué postal!”, dijeron, y encendieron luces extra para que se viera mejor en la transmisión.

El conductor del vehículo, un tipo gordo de voz aguardientosa, explicó nerviosamente que lo habían contratado como taxi de emergencia para traer “la preciosa carga”, pero su coche se descompuso. No tuvo más remedio que echar mano de lo que había. Y ahí estaba, apenado pero sin perder la compostura, descargando cajas electorales desde una carroza fúnebre. De paso, fue de gran ayuda para animarnos a todos: no tardó en volverse la comidilla de la concurrencia. El chiste se contaba solo.

Esta era la “fiesta de la democracia”, cuando en todo el país se elegían miles de cargos públicos, incluidos los más altos. Mientras las calles bullían de votantes, los ojos del país estaban puestos sobre nosotros, la “maquinaria electoral”, mientras continuábamos recibiendo los votos que llegaban a carretadas. Esto explica por qué nos tenía tan preocupados el retraso de la última andanada de actas y boletas, y también el que nos hubiera vuelto el alma al cuerpo cuando vimos llegar los materiales, aunque fuera en una carroza fúnebre.

A esa hora, ya entrados en la madrugada, solo nos mantenían en pie los nervios y varios litros de cafeína.

Las risas pararon, el tiempo apremiaba para terminar de contar el material que había llegado en oleadas desde antes de las ocho. Mientras unos seguían capturando resultados, otros bajamos las cajas del vehículo. Después, nos apresuramos a descargar el ataúd, cuando el chofer nos dijo que también traía documentos. Entonces sugerí a los compañeros que lo lleváramos a un lugar en el fondo, y así evitar las burlas y las miradas.

Era un auditorio de buen tamaño que casi siempre estaba cerrado, pero esa noche la puerta estaba abierta. Nadie preguntó por qué; uno aprende a no hacer demasiadas preguntas en jornadas como esa. Aprovechamos para meter la caja ahí. Pero antes de salir, noté siluetas disimuladas entre las sombras. Curioso como soy, me quedé cerca de la puerta y, aprovechando un momento de confusión, logré colarme y esconderme. La conmoción quedó fuera cuando la puerta se cerró.

Tardé en acostumbrarme a la oscuridad del recinto. Cuando logré ver algo, comencé a distinguir figuras familiares entre las sombras: hombres con túnicas guinda y rostros medio cubiertos por las capuchas. Eran políticos conocidos, expertos en las artes ocultas de la elección, la magia negra de la manipulación del voto, la alquimia de las papeletas; de esos que han sobrevivido sexenios sin despeinarse. Se decía que su lealtad no era a ningún partido, sino al poder. Sin importar los avances en la protección del sufragio, ellos siempre sabían qué hacer y desde tiempo atrás habían puesto manos a la obra para esta elección.

Cuando mi mirada se adaptó mejor a la penumbra, noté que no todos los colores de las túnicas coincidían. Claro, cuando los cambios políticos son súbitos, no siempre da tiempo de renovar el guardarropa. Muchos eran “chapulines”, gente que brinca de un partido a otro con la agilidad de quien huele presupuesto fresco. “Gatopardismo”, dirían los cultos. “La cargada”, decimos por acá. Para los más experimentados entre ellos, además de colocarlos en una buena posición, la práctica tiene otras ventajas: si habían logrado aterrizar en el bando ganador y las acusaciones de ladrones y corruptos pasaban de los límites, ellos podían estar tranquilos, a buena distancia de sus respectivos partidos y bien arropados por su nueva opción. De hecho, generalmente eran los primeros en voltear atrás y gritar a quienes antes habían sido sus compañeros, menos avispados que ellos: ¡ladrones! ¡corruptos! ¡asesinos de la democracia! ¡traidores a la patria!

Ya a solas, comenzaron a salir de sus escondites para ver mejor el féretro. Todos se le acercaban con una mezcla de asombro y sumisión, e incluso hubo quienes se postraron con gran solemnidad, rodilla en tierra y la cabeza baja. La caja fúnebre fue colocada sobre un pedestal, preparado de antemano en el centro del salón.

Pronto el aire se llenó de incienso, y decenas de cirios se encendieron aquí y allá, proyectando sombras danzantes sobre las túnicas. Sus rasgos comenzaron a distinguirse mejor y, aunque no era la primera vez que los veía, una mezcla de reverencia y espanto me cerró la garganta.

Uno de ellos dio un paso al frente. Era un hombre no muy alto, de entre sesenta y setenta años, con la cabellera completamente cana.

—Ha llegado el momento —dijo con voz firme, como quien lleva tiempo mandando sin que nadie lo contradiga.

El silencio se volvió espeso. Tragué saliva. Era claro que no debería estar allí. No quería estar allí. Pero mis piernas no me respondían.

Así comenzó el misterioso ritual.

Entonces iniciaron los cánticos. Palabras e himnos extraños, primero suaves, luego cada vez más intensos. Las notas de un responsorio salían de sus gargantas —más o menos afinadas— como si las hubieran practicado desde siempre. El grupo del centro marcaba el tono; el resto lo seguía en un coro grave, envolvente, según una liturgia que yo no alcanzaba a comprender. Un hedor dulzón se metió por mi nariz como un mal presagio. Nadie parecía notarlo… solo yo. Quizá fue mi imaginación.

Después de algunos minutos, el rezo cesó tan súbitamente como comenzó. El hombre se dirigió hacia la caja y habló. Por la forma en que lo escuchaban, y por su tono, se hizo aún más evidente que estaba acostumbrado a ser escuchado. Dio unos pasos más y, con voz aguda y un fuerte acento costeño, pronunció con solemnidad las palabras frente al ataúd. Dos figuras más jóvenes se acercaron y abrieron la caja. Una exhalación contenida se sintió en toda la sala.

Y entonces lo vi.

No había urnas. No había boletas.

Dentro de la caja yacía un cuerpo seco, encogido por el tiempo, de piel tensa como cuero viejo. Estaba vestido con uniforme y un bigote espeso adornaba su rostro enjuto, coronado por un sombrero de campaña.

Casi por reflejo, me hundí entre las cortinas, mientras un temblor me recorría de pies a cabeza. En mi mente, los ojos del cadáver se habían clavado en mí, observándome incluso con los párpados cerrados. Y salté cuando, como si una voz invisible diera la orden, un potente ruego colectivo sacudió la habitación:

¡Tata, levántate!

¡General, te invocamos!

¡General, escucha a tus seguidores más fieles!

¡Ven con nosotros! ¡Danos tu luz en este momento de oscuridad!

¡Ayuda a tus hijos a continuar con la revolución! ¡Permite que siga la transformación!

¡Líder eterno, levántate y anda una vez más entre nosotros!

Un silencio sepulcral llenó el salón durante varios segundos, que parecieron eternos. Uno. Quince. Treinta. De pronto, el costeño murmuró unas palabras incomprensibles hacia la caja.

Y los ojos de la momia se abrieron de golpe.

La sala se estremeció cuando la mano derecha del cadáver se movió y un gruñido profundo salió de su garganta. Parecía listo para ponerse de pie. Lo confieso: estuve a punto de desmayarme ante esa escena de terror.

Y justo cuando creí que nada podía ir más lejos, los monitores en las paredes se encendieron, como activados por una corriente misteriosa. En las pantallas aparecieron los primeros resultados de la votación.

No hizo falta ver más para saber cuál sería el resultado de la jornada. Me desmayé.

Desde entonces, no he vuelto a hablar del tema ni a acercarme a ese lugar. Pero cada elección, cuando el aire huele a incienso y los monitores titilan… no puedo evitar preguntarme si, en alguna sala olvidada, el General estará abriendo los ojos otra vez.