La luz del medio día quemaba la tierra seca. Sentado sobre una piedra a la entrada de su choza, Facundo barajaba sus opciones sin saber qué hacer. Temprano por la mañana, el patrón le había mandado decir que fuera empacando sus cosas porque ese mismo día debía dejar la milpa; que se llevara lo que pudiera y abandonara lo demás. Estaba cansado, le dijeron, de la vida del campo y estar alquilando sus tierras a desarrapados, así que había decidido venderlo todo. Facundo debía marcharse.
Facundo se quedó inmóvil. Por un momento no supo si había oído bien. Al aparcero le costaba creer que fuera cierto; ahí estaba su historia, sus posesiones, su vida. Llamarlo arbitrariedad era poco. Era cruel. Peor, era absurdo. Su familia y la de su mujer habían vivido por generaciones en esas tierras que habían trabajado hasta sangrar. Ahora apenas les alcanzaba para sobrevivir, pero era lo suyo. Era lo único que tenían. Para el patrón, estas tierras eran solo un número en sus cuentas. Para Facundo, eran todo. Abandonarlas era una locura, pero sabía lo que significaba llevarle la contraria. Él mismo lo había visto y tenía miedo de la embestida. Quizá sería mejor hacerse a un lado y simplemente huir.
—¿Cómo así nada más, viejo? ¿Adónde vamos a ir? ¿Qué vamos a hacer con todo? ¿Qué vamos a hacer nosotros? Habla con él. Dile que no lo haga, que no puede corrernos. Anda, apúrate, ve a verlo. Dile.
—Lo sé, vieja, pero ya lo conoces. Ya viste lo que pasó con los Martínez. Los mismos municipales se encargaron. No es nada más ir a platicar.
Facundo aún recordaba cuando el patrón visitó a los Martínez. Había llegado sin anunciarse, acompañado por tres municipales que arrastraron a Mateo frente a su jacal. Decían que no pagaba. Que no trabajaba. Lo molieron a golpes mientras sus hijos lloreaban. Aunque no se movía ya, siguieron golpeándolo salvajemente. Cuando terminó todo, se fueron como si nada, dejando un silencio que todavía resonaba entre los árboles.
Marido y mujer discutieron buena parte de la mañana. Se aferraron uno al otro con la fiereza del que no tiene a dónde ir. Las palabras se fueron apagando hasta volverse llanto. Lloraron con la impotencia de quien carece de todo. Cuando el sol caía casi sobre el horizonte, cerca de las cinco, ya no quedaba nada que agregar.
Con la mirada opaca, Facundo se alejó unos metros de la casa, que no era mucho más que una choza, y se quedó un buen rato en el plantío, solo. Su mujer no hablaba, pero él la vio clavar las uñas en el borde del delantal, como si quisiera sostener la poca tierra que les quedaba.
Pensó en sus hijos, que alguna vez corrieron entre esos surcos. Pensó en su mujer y en las noches que pasaron imaginando un futuro mejor. Caminó hacia adentro en el maizal, sintió las hojas tiernas y supo que aún faltaban unas semanas para la cosecha.
Iría a ver al patrón.
Volvió despacio a la casa y tomó la escopeta, un arma vieja que ya había perdido el brillo; desde hacía varios años, Facundo solo la había tocado para limpiarla. Cuando la agarró esta vez, lo hizo como quien toma un juramento. Cargó con calma los cartuchos y, sin voltear a ver a su mujer, comenzó a andar rumbo a la casa grande.