Ayer, mientras paseábamos por la calle, ella me miró con esos ojos llenos de reproche que no supe sostener. «¿Qué pasó con ese hombre cariñoso que conocí? El que me traía flores cada semana y no perdía oportunidad para ser cortés conmigo. Has cambiado mucho. Siento que ya no me quieres». Su voz era suave, pero dolía como un golpe y yo no supe qué contestar, sobre todo porque era verdad: las cosas no son como antes. Las razones las tengo muy claras, lo difícil es encontrar cómo explicárselas sin herirla.
La historia comenzó el verano pasado, cuando conocí a mi Yo Romántico. Era simpático, de esos que saben iluminar una habitación con una sonrisa. Un romántico empedernido, sí, pero no en el sentido cursi, sino en el de quien vive para los gestos pequeños: una flor inesperada, una caricia en el momento preciso. Su cortesía tenía un peso tan natural que resultaba imposible ignorarla y fue precisamente esto lo que molestó a mi Yo Violento, que pronto se sintió bestialmente celoso de él y de lo feliz que se veía al pasear del brazo con ella. No toleraba las miradas enamoradas que ella le prodigaba. Pronto las hostilidades entre ambos se hicieron evidentes y, tan solo verse, explotaban e intercambiaban frases y gestos llenos de agresividad. Poco después, el Yo Romántico desapareció.
Fue en una de esas tardes tibias de otoño, cuando sentí el vacío que dejó el Yo Romántico. Al principio creí que solo se había escondido. Que volvería cuando el conflicto pasara. Pero no. Simplemente ya no estaba. Nadie lo volvió a ver; no hubo despedidas ni explicaciones, solo una ausencia que dejó un eco extraño entre nosotros. En el silencio que quedó tras su partida, el Yo Violento parecía más grande y amenazador que nunca. Sabíamos lo que había pasado, pero nadie se atrevía a hablar de ello, tal era el miedo que nos inspiraba ese ego salvaje.
Todo esto sucedió poco después de que mi madre cayera gravemente enferma. Aunque su mal fue súbito, sus consecuencias se han prolongado por mucho tiempo y aún están con nosotros. Al principio, me sentía fuerte, capaz de sobrellevarlo todo, pero con cada día que pasaba, algo en mí comenzaba a ceder. La preocupación constante, las noches en vela junto a su cama y el miedo que se aferraba a mi pecho comenzaron a abrir pequeñas fisuras en mi mente, imperceptibles al principio, pero que poco a poco fueron creciendo hasta que mi vida entera empezó a desmoronarse.
Poco a poco comenzaron a manifestarse mis otros Yo. Recuerdo el inicio como un momento confuso y abrumador: un día me descubría llorando en silencio, y al siguiente sentía una rabia inexplicable que no sabía cómo contener. El Yo Empático se hacía presente cada vez que la veía sufrir; su llanto era el mío, su dolor también. Pero entonces aparecía el Yo Violento, furioso, incapaz de aceptar la impotencia de no poder ayudarla. «¿Por qué ella? ¿Por qué no alguien más?», murmuraba entre dientes, lleno de una rabia inútil que solo aumentaba mi frustración. Mientras tanto, el Yo Racional intentaba poner orden. Me decía que tenía que ser fuerte, que debía mantener la calma y buscar soluciones, aunque en el fondo supiera que no había nada que pudiera hacer. Era como si cada uno de ellos intentara asumir el control, pero ninguno lograra hacerlo del todo.
Los vi a todos juntos por primera vez en una reunión a la que nos convocó el Yo Introspectivo. No sé cómo se enteró de nuestra existencia, pero hizo lo imposible para juntarnos, y se lo agradezco. Un buen día nos vimos reunidos en un espacio extraño, como un teatro inmenso bajo una luz tenue. En ese lugar vasto, los ecos reverberaban a lo lejos, y cada Yo ocupaba su asiento: algunos se sentaban rectos y solemnes, otros encorvados, con la mirada perdida, como si cargaran un peso invisible. En el centro, el Yo Introspectivo presidía la reunión. Su voz era tranquila, pero había algo en ella que nos inquietó a todos: «Tenemos que hablar», dijo.
Pasé, me senté en mi sitio e intercambié algunas palabras de cortesía con mis vecinos: un «buenos días» y un «¿cómo está usted?». Ahí estaba el Yo Juguetón, que no dejaba de hacer bromas, junto al Yo Aventurero, que gustaba de hablar de viajes que nunca había hecho, mientras el Yo Triste lo observaba con melancolía. No sabría describir con exactitud lo que sentí: fue una mezcla de alegría y sorpresa, pero también de conmoción y disgusto, pues entre aquellas docenas de personalidades había, debo reconocerlo, algunas que me resultaron tan perturbadoras que apenas pude sostenerles la mirada. Y en medio de esto estaba el Yo Violento, que irrumpió con un portazo que nos hizo temblar a todos. Nadie en la reunión se atrevía a encararlo, ni siquiera el Yo Racional. Pero la pregunta que giraba en mi mente y en la de la mayoría era: ¿dónde habían estado ellos todo este tiempo? Nadie sabía cómo habíamos podido convivir sin sospechar la existencia de tantos otros tan cerca y a la vez tan diferentes y aislados.
Esa primera reunión fue un evento singular y esclarecedor. Solo entonces comencé a comprender muchas cosas que hasta ese momento permanecían en el misterio, como los súbitos cambios de ánimo de mis interlocutores mientras platicábamos: un segundo estaban sonrientes y al siguiente se mostraban serios y ofendidos, como si hubieran recibido una afrenta. Aún hoy, a veces me sorprendo olvidando cómo llegué a un lugar o sintiendo emociones que no entiendo del todo. Por fin tuve una razón para explicar lo que antes me parecía inexplicable: seguramente otro de mis Yo había intervenido sin que me diera cuenta. Me pregunto si esta fue la causa de esa linda sonrisa que me regaló una joven el otro día, sin mayor provocación.
No fue fácil. Al principio me sentí abrumado y hasta lloré. No solo porque tengo la sensibilidad a flor de piel y lloro con frecuencia —pues ahora sé que soy el _Yo Sensible_—, sino porque esta vez la realidad me aplastó: pocos pueden entender lo que significa dejar de ser único, dejar de sentirme importante, para convertirme en apenas una pieza más. Ni siquiera un individuo completo, sino apenas una parte de uno.
Con el tiempo he recuperado algo de sensatez y una dignidad que creí perdida, gracias a los otros Yo. Los fui conociendo y, entre todos, nos ayudamos a sostenernos mutuamente. Una vez a la semana nos reunimos en un intento de construir algo a partir de nuestras ruinas, de darnos un propósito y, en conjunto, hallar una forma de convivir mejor. Nos repetimos que cada uno, por separado, tiene su propio valor, y aprendimos que, unidos, podemos dar forma a algo más grande que cualquiera de nosotros. También hemos hecho lo posible por mantener a raya a quienes habitan en el lado oscuro. Es verdad que algunos han caído en el camino, y eso duele, pero los que quedamos seguimos avanzando, tanteando el terreno, sobreviviendo. Hoy todo parece estar bien, o al menos eso quiero creer. Mi madre sigue aquí, frágil pero viva, y a veces, cuando la miro, siento que algo dentro de mí todavía tiembla.
Juntos, estamos tratando de reconstruirnos, pero ¿cómo le explico a ella —a la mujer que camina a mi lado— que el Yo Romántico ya no está? Que se marchó para siempre, llevándose con él esa chispa que alegraba sus días. Que dejó un hueco que ninguno de los que quedamos sabe llenar. A veces, cuando me mira, sus ojos se iluminan brevemente, como si aún esperaran hallar en mí algún vestigio del que fui. Y entonces yo me desvivo intentándolo: intento imitarlo, copiar sus gestos, sus palabras, pero solo consigo ser el eco de alguien que ya no existe.
Ya no soy el que ella conoció, ni el que mi madre recuerda. Solo soy un puñado de fragmentos que intenta no caer. Pero aún conservo algo: la esperanza. Tal vez, entre estos trozos rotos, ella encuentre algo —no mucho, pero suficiente— que algún día pueda volver a amar.