Ser otro, obedecer a otro, pertenecer a otro. Esto implica dejar de ser uno mismo, despojarse de la responsabilidad propia, no pertenecerse. ‘Hacerse ajeno’ es perderse y, al mismo tiempo, referirse a uno mismo. Ajeno y propio están íntimamente relacionados, como ‘uno’ y ‘otro’, ‘yo’ y ‘aquel’.
No solo los filósofos se preocupan de estos temas. Más allá de Marx, Sartre o Habermas, en el habla cotidiana el enajenado es simplemente un loco, el que pierde la razón o sale de sus casillas. El enajenado no se comporta de manera “normal”. De hecho, en algunos códigos legales el enajenado resulta inimputable de cualquier delito; a quien está enajenado no se le puede hacer responsable porque es incapaz de darse cuenta por sí mismo del alcance de sus actos, que pareciera que no son suyos.
Aunque en apariencia su sentido es claro, la palabra enajenación se aplica con particularidades que dependen del contexto. Para el abogado, ’enajenar’ es vender un bien, hacerlo ajeno. Para el economista, especialmente en ciertas corrientes, la enajenación es la pérdida del sentido humano del trabajo, convertido ahora en simple mercancía. En el llamado modo capitalista de producción, el trabajo y el trabajador se desvinculan de su esencia humana y se “cosifican”; el mercado los enajena de sí mismos y de su esencia.
La literatura abunda en ejemplos de enajenación en todas sus acepciones, algunas de ellas simbólicas y otras mucho más concretas. Una mañana cualquiera, por ejemplo, Gregorio Samsa amanece en la forma de un insecto gigante. En su cama, el protagonista de la historia despierta dándose cuenta de que ya no es él, que es otra cosa. Sus manos y sus piernas ya no son las suyas, pues ahora es todo patas y caparazón. El cambio es evidentemente físico, pues él continúa siendo igual en su interior, pero el lector puede concluir que se trata de algo más. En alguna especie de alegoría, su nuevo estado puede significar su insatisfacción consigo mismo, una deformidad moral o social percibida, tal vez impotencia o miedo. Samsa aparece en otro cuerpo en el que no se reconoce a sí mismo. ¿O quizá se ve como insecto precisamente porque perdió la razón? Mente-cuerpo, realidad-alegoría, accidente-sustancia, conciencia-enajenación.
Lo que se enfrenta es un cambio, real o simbólico, que afecta a la unidad del ser y, por lo tanto, a la comprensión de uno mismo, del Yo. La enajenación rompe con la percepción de continuidad y coherencia del individuo y, por tanto, con el sentido de la identidad. Si bien es cierto que la conciencia de Samsa se mantiene intacta, por así decirlo, esta situación extraordinaria nos obliga a preguntarnos si sigue siendo el mismo, si se percibe igual. Al final, el cambio está inefablemente referido a uno, a la imagen que se tiene de lo que uno es. ¿Soy yo el que piensa dentro de este cuerpo que no es el mío? ¿Es temporal o seré desde ahora otro, hecho de patas y antenas? ¿Cuándo termino yo y comienza otra cosa?
Es verdad que la transformación física no es en lo primero que se piensa cuando se habla de enajenación. En su acepción más común, la enajenación afecta la conciencia, la voluntad. Sin embargo, no se debe olvidar que el cambio físico tiene consecuencias profundas en la psique. Sin entrar en la discusión de la dicotomía mente-cuerpo y si el hombre es un ser físico o si es espiritual, cualquiera se dará cuenta de la magnitud del conflicto en el personaje que se siente cambiado, que es otro aunque sigue siendo él mismo.
La literatura ofrece otras múltiples variaciones sobre la enajenación: en ‘Axólotl’, de Cortázar, la conciencia se desdobla y el protagonista se ve atrapado en el cuerpo de un ajolote. En historias de terror, hombres y mujeres se transforman en bestias para actuar sin freno. Incluso casos célebres como el doctor Jekyll, que se convierte en el brutal Hyde, muestran que la enajenación puede ser un recurso buscado, un modo de liberarse de las propias limitaciones.
Algo similar sucede con Dorian Grey, quien quiere evitar las consecuencias de sus actos extremos e inmorales, sin ver que con el tiempo la transformación tiene un costo y la impunidad que busca el joven dandi termina por transformarlo en lo más profundo.
Si bien la enajenación no tiene que ser súbita ni mágica, sí debe ser en cierto sentido un cambio extremo en la conciencia o la voluntad; debe rebasar ciertos límites convencionales. No todo cambio en el ‘yo’ es enajenación. El desarrollo personal, la práctica de la meditación o el ejercicio, la búsqueda de la mejora continua, suelen ser procesos conscientes y paulatinos que no se perciben como pérdida de la identidad.
En un mundo de absolutos, la “enajenación” es radical y, si no violenta o criminal, sí notoriamente anormal y “para mal”. Evidentemente, el cambio puede darse en cualquier sentido, pero es dudoso que alguien piense en un enajenado cuando se trata de una persona más consciente, más amable o más educada de lo que era antes, aunque por ahí quedan algunos casos en duda, como el del hidalgo que de tanto leer novelas de ficción termina perdiendo el juicio e imagina castillos y gigantes, o la doncella que escucha voces divinas que le ayudan a hacer la guerra contra los invasores.
En este contexto, la nota roja es paradigma de lo que consideramos comúnmente como un enajenado y se regocija cuando la transformación es súbita, cuando el delincuente en cuestión, una persona en apariencia “normal”, se transforma en un instante en un ser sin escrúpulos y sin voluntad propia. Pierde el juicio, sale de sus casillas. No hay mejor nota para el pasquín semanal que la del marido que se obnubila por la ira y mata a su esposa que encuentra en plena traición con el amante en la santidad de su casa. Esta es la “enajenación” en el mundo del periodismo.
Cualquiera que sea la naturaleza de la enajenación, resulta claro que no tiene que ser ni súbita ni accidental. Tampoco debe ser exclusivamente el resultado de una poción mágica o de un pacto con fuerzas desconocidas. En muchos casos es un proceso, como el de aquel capitán de barco que se interna por el río Congo hacia el corazón de la jungla y va aceptando el horror de la miseria a lo largo del camino. O el asesino que durante todo el cuento escucha en su mente el sonido cada vez más fuerte del corazón de su víctima hasta que, en su desesperación, termina por confesar su crimen. O el estudiante que en sus largos soliloquios justifica el asesinato de la prestamista local, mujer a la que considera avara y sin escrúpulos, un verdadero obstáculo para el desarrollo de gente “extraordinaria” como él, y que entra en un proceso cada vez de mayor alteración, si es esto posible, hasta que por fin queda loco de arrepentimiento.
Más allá de los diarios, algunas películas de Hollywood gustan del tema del cambio. Hay que recordar la película Birdy, en la que uno de los protagonistas quiere tanto ser un ave que en la escena final parece volar y escaparse del manicomio en el que está recluido. Se convierte en, o se piensa como, algo que no es, que no puede ser. Está enajenado. En Birdman, el protagonista es un actor que encarna a un superhéroe, habla con él y finalmente se da cuenta de que es él mismo. Para nosotros, está loco.
La imaginación se desborda hasta inventar cosas que no son, seres fantásticos, persecuciones, situaciones absurdas. Este es el enajenado por antonomasia, nacido o transformado, el enajenado que vive en una realidad “diferente”.
Imaginación y libertad también son la materia prima de la enajenación. El enajenado no es solo el idiota, aquel pobre ser que es incapaz de razonar normalmente por su debilidad mental. El enajenado no necesariamente es quien piensa menos, sino quien simplemente piensa “diferente”. Incluso puede tratarse de una persona brillante en otros aspectos de su vida. De hecho, habría que preguntarse en qué categoría se encuentran los artistas, los grandes líderes, los “iluminados”, los que despliegan una imaginación sin igual, los que van contra las convenciones sociales establecidas y que al final son quienes provocan el cambio verdadero. ¿Dónde pintar la raya que separa a cuerdos y a locos, y a locos de las personas extraordinarias? Aún más, debemos preguntarnos si es dado tachar de loco a alguien solo porque no lo entendemos. Jesús dialogaba con Dios, con demonios y con el mismo Satán cuando lo tentó tres veces. Mahoma tomó dictado de un arcángel. Kekulé descubrió la estructura del benceno que dio pie a la moderna química orgánica después de soñar con una serpiente que se mordía la cola. Hasta el enamorado está enajenado.
Una vez más, el verdadero problema radica en encontrar dónde pintar la raya. Como todo lo humano, y en particular cuando nos referimos a lo mental, la normalidad es relativa. O, mejor dicho, parecería que no hay tal normalidad. Existen, en todo caso, acuerdos y convenciones. Retomando la terminología que se ha puesto en boga al tratar algunas condiciones mentales, la enajenación es un “espectro”, un rango de “síntomas”, lo que lo hace un concepto relativo y difícil de definir, sobre todo en las fronteras con la “normalidad”. Por ahí dicen que quien habla con Dios es un devoto, mientras que si la Virgen le habla es un loco.
¿Cuál es la verdad? A pesar de nuestra prepotencia al pensar que lo sabemos todo, nuestra ignorancia del mundo y de la mente es manifiesta. Aún queda mucho por explorar y nos contentamos con admirar una superficie demasiado compleja para su cabal comprensión. Los antiguos tenían sus maneras para lidiar con esto, cubriendo los vacíos con dioses y seres extraordinarios. Los seres, muchos de ellos divinos, que gobernaban los bosques y los espíritus que ahí habitaban. Los que guiaban los destinos de los hombres. Quienes creían en ello hoy serían enajenados, lo cual se antoja ciertamente mejor que el destino que veía para ellos el italiano Dante, en el que deambularían eternamente sin alcanzar el paraíso.
En la práctica, otros elementos aportan su cuota para complicar las cosas. Uno es el hecho de que una persona pueda ser funcional en algunas áreas de la vida e inadaptado en otras. ¿Lo hace esto un enajenado? A esto se añade el hecho de que en muchas ocasiones los resultados de las acciones parecen justificar los actos que en otro contexto podrían ser anormales, hasta considerar a sus protagonistas como entes excepcionales o hasta superiores. Todo esto tiende a descomponer cualquier intento de definición.
De este modo, la enajenación se convierte en un concepto particularmente dependiente del contexto y las circunstancias. Así, lo que en unos es una monstruosidad, en otros es heroísmo. Como el vaquero ese, un verdadero degenerado que mataba a cuanto indio se le presentaba en las películas de nuestra niñez y la de nuestros padres y abuelos, pero que aplaudíamos a rabiar. O los soldados americanos que en tantas películas aniquilan alegremente a cualquier alemán que logran encontrar en su camino, dejando su rastro de sangre y destrucción, frente a un público siempre deseoso de más. Presidentes que ordenan descargar bombas atómicas sobre ciudades enteras porque eso dará fin a una guerra. O quienes derrumban murallas masacrando a sus poblaciones con solo una trompeta, un verdadero genocidio, pero que parece estar justificado porque Dios mismo les firmó las escrituras del terreno a su pueblo.
Ejemplos abundan de este relativismo moral que impide clasificar a muchos enajenados. Lenin y Stalin son conocidos por su desprecio por los campesinos que llevó al asesinato de millones, en un frenesí de violencia criminal en el marco de una revolución que, como todas las revoluciones, impuso como imperativo moral la necesidad de obrar de manera inmoral. “Estás con la revolución o estás en contra de la revolución”. ¿Suficientemente confuso? La pregunta es ¿Están enajenados? ¿Son simplemente malos? ¿En verdad están justificados? No es fácil responder a estas preguntas, pero al final queda la duda del concepto de enajenación. ¿Quién es el verdadero enajenado?
Sin duda, estos son casos extremos, pero hoy mismo encontramos ejemplos evidentes de esta ambigüedad. No puede decirse que los modernos megamillonarios, quienes se alzan como un modelo a seguir por nuestras juventudes, sean criaturas particularmente sociables o empáticas. En cierto sentido son anormales y muchos de ellos verdaderos inadaptados. Y lo mismo puede decirse de muchos de los líderes del mundo. Pero, curiosamente, no se consideran ejemplos de desviación social; por el contrario, parecería que este individualismo extremo, esta visión distinta del mundo y de la realidad, esta idea de que el fin justifica los medios, son requisitos indispensables para sobresalir en muchos ámbitos de la conducta humana, en una sociedad en la que se nos empuja al “éxito” y, al menos en el discurso, a “pensar fuera de la caja”, es decir, de manera diferente.
Ante estas dificultades, generalmente nos conformamos con lo fácil, que es pensar que el enajenado es el criminal lombrosiano o el asesino de ocasión. Sin embargo, estas son solo pobres almas que habitan en los fondos de la sociedad. La maldad, la depravación y el crimen no son necesariamente enajenación. Tampoco lo es necesariamente cuando se trata de aquellos de imaginación desbordada, quien se cree perro o piensa que puede volar.
Más interesante resulta explorar una definición de enajenación amplia que incluya al que no se acomoda a las convenciones sociales, lo que para la mayoría son “lo normal”, lo que “debe ser”. Si alguien no es así, si no cumple con los requerimientos sociales, está loco, como lo está aquel que pierde el control de sus actos, de sus maneras amables, de su lóbulo frontal. Esto sucede con las protagonistas de las también películas Betty Blue y Frances, dos mujeres que enfrentan la oposición a su independencia y que finalmente terminan mental y físicamente destruidas. Se enajenan.
Aquí radica el último giro de tuerca que cierra el círculo de manera insospechada, cuando nos damos cuenta de que esa “normalidad”, esa moral, este conjunto de reglas y realidades son, a la vez, la vara que determina lo que se espera de uno como ente adaptado y también una imposición social. La verdadera enajenación, la que nos extraña del “yo”, es impuesta sin que nos demos cuenta y nos obliga a obedecer para ser “normales”. A veces es el “sistema”, como Orwell y Huxley identificaron, cada uno a su modo. En un estado de verdadera enajenación, el individuo deja de serlo y se gobierna, o mejor dicho lo gobiernan, reglas que alguien o algo más ha determinado. El fin común, la revolución, la transformación son burdas justificaciones de esto en el discurso, pero en la práctica la imposición va más allá. Moral, religión, gobierno, buenas costumbres, respeto, obediencia, todas son reglas externas que nos hacen ser quienes somos, que nos definen.
Por cierto, las reglas que nos dictan nuestro deber ser y gobiernan nuestras acciones no tienen que ser buenas o malas. Cada sociedad tiene las suyas. Por ejemplo, en ocasiones el verdadero inadaptado no es quien participa en la corrupción. En ciertos lugares es más natural vender en matrimonio a las hijas menores de edad que aceptar que usen pantalones en la escuela. En otros, cada una de estas acciones es una atrocidad. Lo normal es lo que la sociedad hace y permite, bueno o malo, y lo que los demás esperan de nosotros.
De esta manera, parecería que nuestra normalidad no es universal ni es nuestra, no es “yo”, no se trata de la propia voluntad sino de la ajena. Se nos exige adecuarnos a una serie de convencionalismos que nos son dados, que damos por supuestos y que son los nos dan forma en comunidad. Una y otra vez se nos dice que quien está fuera de estos límites, quien piensa y se comporta de manera diferente está mal, está fuera de sí, es un enajenado. Por lo tanto, la moraleja es que para ser considerado normal hay que obedecer a otros. Así, nos enfrentamos a una paradoja: solo somos ’nosotros’ cuando obedecemos lo que nos dicen que está bien hacer, desear o pensar y, por el contrario, se diría que estamos “enajenados” cuando pretendemos ser independientes y actuamos por nosotros mismos, cuando somos diferentes. Una verdadera confusión.
Hoy el riesgo es aún mayor y rebasa las fronteras de los estados aislados. Con la potencia de las comunicaciones modernas y la Internet, poco a poco se impone la cultura única. Y algo aún peor que esto se mueve en el fondo, cuando solo una o unas pocas empresas en el mundo se han convertido en el centro nervioso de la información. “Ellos” controlan los medios y nos dicen lo que está de moda, nos dictan qué está bien leer, qué hacer, con quién dialogar, en qué creer. Más que nunca estamos en riesgo de acceder a información tendenciosa o distorsionada, elegida por cualquier razón política o comercial, pero que nada tiene que ver con la eficiencia o la verdad. Saben todo de nosotros, de nuestros intereses, nuestros amigos, nuestros entretenimientos. Aparentemente inocuas, las “redes” nos recomiendan noticias, libros, ideas y amistades. Califican lo bueno y lo malo y pronto nos instruirán en lo que en verdad nos gusta. Los gobiernos lo saben y no han perdido la oportunidad de defender su terreno, es especial los más autoritarios. Algunos incluso exigen gobernar su propia red, adecuada a su medida, y sus líderes deciden qué es a lo que sus poblaciones deben tener acceso y a qué no, con la complicidad amoral de los proveedores. El futuro no es promisorio. ¡Admirad al verdadero horror!