–A ver, tú… sí, tú, el de la cara peluda. Más a la derecha. ¡Vamos, gente! ¿Es que nadie entiende lo que es el futbol aquí?

Caray, qué difícil. Si mi amigo Pedro estuviera aquí, seguro que les daríamos una paliza.

–¿Y tú qué haces? ¡Tú eres el portero y los porteros se quedan atrás, a cuidar la portería! Allá, sí, hasta atrás. ¿Ves esas dos piedras? ¿Esas cosas redondas en el suelo? ¿Ya viste cuáles? Pues te paras entre las dos y que no pase ningún balón.

–No, nada de gestos raros. Ya sabes que no entiendo tus señas, pero no importa, aquí yo soy el director técnico y ustedes hacen lo que yo les diga. Te pones listo, ¿eh?

Bueno, “listo” es un decir; con esa facha de mono, no sé cómo podría ponerse listo. Aunque la verdad no son tan tontos y, aunque sean pequeñitos, se mueven rápido y pegan duro. A ver si entienden de futbol, porque lo de la guerra de las galaxias de plano no. ¿A quién se le ocurre que los guardias imperiales se estén peleando todo el tiempo entre ellos? Ayer que jugamos nadie sabía quiénes eran los buenos o los malos; todos se pegaban igual. ¡Y ese que quiso ser Darth Vader! Nada más dándole con el palo a todos. ¿Cómo crees? A ver si luego se puede, ya que aprendan un poco más.

Eso sí, no sé cuándo van a aprender. Hace mucho que aparecí por aquí y estos todavía no se ve que entiendan mucho. Bueno, yo tampoco les entiendo tanto. Solo hacen señas y ruidos raros. Por suerte, los más listos ya están aprendiendo a hablar, aunque sea más o menos. Algo se les entiende, pero ¡cómo me está costando! Y es que nunca hacen nada interesante. Solo pescan y recogen hierbas, pescan y recogen hierbas, mañana, tarde y noche. Y eso cuando no se están peleando o quitándose los piojos. Sin otros niños para jugar, a veces me aburro. Bueno, sí hay niños, pero no juegan a nada y los adultos nos tratan como grandes. Solo los bebés muy chiquitos se salvan. Los demás, ¡a trabajar todo el día!

Algunos adultos no me quieren; se van cuando voy a pasar o se acercan para pegarme. Para mí que es envidia porque no tengo que trabajar. Traté, conste, pero eso de romperle el pescuezo a los conejitos, no puedo. Por suerte el otro día encontramos un poco de fuego. No es que yo sepa hacerlo, ¿verdad? Pero esa vez se prendió el pasto con un rayo y nos lo trajimos para acá. Está bien cuidadito para que no se apague. Yo les dije cómo y creen que soy mago. Desde entonces me molestan menos y podemos jugar. Lo bueno es que les gustó mucho la comida quemada, porque comer todo crudo a mí no se me da y cocinar tampoco. Extraño mi casa y a mi mamá. Ahora que regrese, no la voy a desobedecer nunca.

Ya no estoy asustado. Al principio sí lo estaba: creí que me iban a comer. Como que me veían cara de desayuno, pero por suerte les parecí… no sé cómo se dice. Pues así, raro; sin pelos y debilucho, como que les daba curiosidad. Yo creo que fue eso lo que me salvó. Ahora ya nos llevamos mejor. Les enseño a jugar cosas. Les gusta mucho aprender y yo ya me estoy acostumbrando a estar aquí. No está tan mal y más ahora que tenemos algo qué hacer.

—Ey, tú, menso. Aquí, cerca de mí. Mira, cuando venga la pelota, esa cosa redonda que estamos pateando, la mandas para allá, para la portería del otro lado. Ahí viene, corre. ¡Noooo, con las manos no!

Pero bueno… ya aprenderán. Este será el partido del siglo. ¿Qué digo del siglo? ¡De la historia!