«Cuando consideramos el ser y la sustancia de ese universo en el que estamos inmutablemente situados, descubrimos que ni nosotros mismos ni ninguna sustancia sufren la muerte. Pues nada se disminuye en su sustancia, sino que todas las cosas, vagando por el espacio infinito, experimentan un cambio de aspecto».

Giordano Bruno, “Del infinito: el universo y los mundos”.

Vísperas del 17 de febrero de 1600. Cárcel del Santo Oficio, Roma.

«Tomadle bajo vuestra jurisdicción, sujeto a vuestro juicio, para que sea castigado con el debido castigo; rogándoos, sin embargo —como sinceramente os rogamos— que mitiguéis la severidad de vuestra sentencia respecto a su cuerpo, de modo que no haya peligro de muerte ni de derramamiento de sangre. Así lo decretamos nosotros, los Cardenales, Inquisidor y General, cuyos nombres se escriben a continuación».

Las palabras resonaron en la bóveda, frías y solemnes. Yo, Giordano Bruno, estaba destinado a la hoguera. Frente a mí, los ocho clérigos se mantenían sentados en alto, envueltos en sotanas escarlata bajo la luz trémula de los candelabros. También ellos ansiaban acabar con este interminable proceso que fingían justo.

Hincado sobre la dura piedra, yo no esperaba más de esos hipócritas, que ni siquiera tenían el valor de ejecutar ellos mismos su propia sentencia. Al contrario, en el colmo de la falsedad, aún se atrevían a suplicarle al verdugo piedad para lo que quedaba de mi cuerpo, delgado como pergamino y deformado tras años de abuso: un año por cada uno de esos ocho cardenales que mancillaban así la dignidad de su investidura. Misericordia o no, para el gobernador de Roma la orden era clara: quemad al hereje. Nadie se atrevería a contrariar los designios del Santo Padre, y menos aún ese esbirro de la estulticia, que cumpliría gozoso con su deber, aunque solo fuera por demostrar su obediencia. Cobardes todos. Ignorantes. Hipócritas.

No hubo sorpresa, solo alivio. Sentí que se aligeraba el peso en mis hombros al conocer que el tormento llegaría a su fin. Años de interrogatorios estériles, de jueces que solo esperaban que repitiera sus verdades, no las mías. Sin embargo, cuando llegó mi turno de hablar, sentí la flama de la ira llenar mi cuerpo, abrasándome más que el fuego que me aguardaba en el patíbulo. No pensé, no reflexioné; simplemente dejé que las palabras salieran:

«Quizás vuestro temor al imponerme esta sentencia es mayor que el mío al aceptarla».

La sala se sumergió en un silencio tenso y en sus miradas vi algo que no alcancé a descifrar: ¿era en verdad temor o simple desprecio? Con dolor y con mucho esfuerzo, había logrado que mi voz se oyera fuerte, ¿y para qué? ¿para llamarlos cobardes? Pero, ¿serán estas las palabras que me sobrevivan? Ni siquiera sé qué quise decir o si esto es lo que deseo que la posteridad recuerde de mí. Ahora lo veo claro: la soberbia fue mi pecado.

El Diablo engaña de mil maneras. Conoce nuestras grietas y las ensancha. Así lo hizo conmigo, alimentando mi vanidad, haciéndome creer que Dios se manifiesta con mensajes ocultos en la materia y el espíritu. Me indujo a pensar que la verdad se revela en la razón y la filosofía, y que mi misión tendría que ser anunciarla para exaltar Su obra. Hoy ya no sé qué pensar. Solo hay dolor en mí.

Desde muy joven sentí el deseo insaciable de conocimiento. Escucho el sonido del viento y viene a mi memoria aquella noche en Nápoles, cuando mi maestro Vincenzo me mostró por primera vez el mapa del cielo: un pergamino lleno de círculos perfectos y nombres latinos que describían los cuerpos celestiales. Permanecí despierto toda la noche, con la vela consumiéndose a mi lado, preguntándome si el cosmos podía ser tan simple como afirmaba Aristóteles. ¡Qué pequeño sería Dios en un mundo tan limitado, con solo un sol y apenas un puñado de planetas! Desde entonces busqué demostrar que el universo, como Dios mismo, era eterno, infinito, sin centro ni orilla.

Me hice filósofo y poeta. Abrevé en el saber prohibido de la astrología y la alquimia, tras los espesos velos del hermetismo. En el camino, solo encontré ignorancia y temor: en Italia y Francia, entre católicos; en Alemania, entre protestantes; incluso en los salones de Oxford, frente a esos doctores santurrones y vanidosos. Cada rechazo era un aguijón que me empujaba más lejos. Y yo seguí hablando, hablando, hablando. Siempre provocando, hablé de la virginidad de María, de la naturaleza divina de Jesús, de la reencarnación, de tantas cosas que ahora me parecen vanas. ¿Qué cambia para el hombre si Cristo fue creado por Dios o engendrado de Su misma esencia? Otros lo debatieron hace más de mil años y quedó establecido. La vida, con su inquebrantable obstinación, me enseñaba siempre la misma lección, que nunca aprendí, o no quise aprender: que es de insensatos intentar convertir a quien no desea ser convertido. ¡Si tan solo hubiese comprendido a tiempo la sabiduría que habita en el silencio!

Tras muchos años de vagar y esconderme, necesitaba regresar. Respirar. Ver mi tierra una vez más. Me engañé creyendo que era seguro volver, que Italia estaba cambiando y que la Iglesia abriría por fin sus oídos a las nuevas ideas. Ingenuamente pensé que si me esforzaba lo suficiente podría persuadir al Santo Padre de la necesidad de liberar al pensamiento en busca de la verdadera fe. Me equivoqué. Mortalmente.

Y aquí estoy. Sobre mi espalda cargo la pesada losa del tiempo que ha pasado desde que fui traído en cadenas de Venecia. En esta celda oscura apenas cabe mi cuerpo, las paredes rezuman humedad y el aire es denso. Mis huesos, gastados y débiles, se quejan con cada movimiento. Me tiendo y cierro los ojos, pero el sueño no acude. Y es que el tiempo no avanza igual cuando la muerte tiene fecha, y la mía es mañana. Un día más. Un día para respirar. Un día para escuchar los gritos de los otros presos, el golpe de una puerta que se cierra al final del pasillo y el chasquido cruel del látigo en las sombras de este pozo. Una noche más para recordar una y otra vez lo que hice y… lo que no hice. Tal vez debí ser soldado, como mi padre.

En este silencio, mis pensamientos se vuelven más ruidosos. Maldigo a Aristóteles y sus dogmas, a Arrio, a Copérnico, ¡a todos los sabios que me mostraron mundos más vastos y me dejaron solo frente a ellos! Maldigo a estos cardenales que, con la tinta de sus plumas, me condenan. Y maldigo a… no, no podría hacerlo. Jamás. Su voluntad es inescrutable y a mí no me corresponde juzgarlo.

No sé si algún día conoceremos los secretos que nuestro Señor nos guarda, escondidos entre las formas de nuestra realidad aparente. Quizá nunca. Y, si acaso sucede, yo ya no estaré aquí. Tampoco sé si algún día superaremos el miedo a conocer Su verdad, pero creo, como San Juan, que sí: que la verdad nos hará libres y se abrirá camino hasta en la cerviz más dura. Este es el plan de Dios.

No, no maldigo a nadie. Aferrarme al rencor es tan inútil como intentar detener el curso de las estrellas. Ellos, como yo, son hombres y son débiles. Fui yo quien insistió en desafiarlo todo sin medir las consecuencias. Yo, solo yo. Pero mi cuerpo está destruido y mi alma ya no puede más. Yo, Filippo Bruno para mis padres, Giordano para la Iglesia, y el Nolano para los demás, fraile dominico y doctor en teología, hombre al fin, veo la realidad frente a mí y abjuro de todo ello. ¡Vade retro, Satana!

Al fin está aquí la sentencia que intenté eludir la mitad de mi vida. Mañana caminaré hacia la hoguera como lo que soy para ellos: un pecador pertinaz e impenitente. Sin el privilegio de una soga piadosa, conoceré en la carne el horror del fuego que lo aniquila todo. La capucha cubrirá mi rostro y hierros afilados traspasarán mi boca para acallar mi voz. No importa, ya he dicho bastante. Mañana, este cuerpo consumido arderá en las llamas. Puedo sentir el roce áspero de la cuerda en mis muñecas y la crueldad de las burlas de la multitud.

El miedo inunda mi corazón; miedo al dolor… y al olvido. Pero caminaré erguido a mi muerte, porque finalmente descansaré y mi alma inmortal ascenderá como una chispa hacia el cielo infinito.

Entonces, quizá —solo quizá— renaceré en un nuevo ser, en otro lugar y en otro tiempo, donde el fuego no sea castigo, sino luz que guía. Y acaso Dios, en su infinita misericordia, me conceda una nueva oportunidad para dar testimonio de Su gloria eterna.

Porque si algo aprendí en esta vida, es que la verdad —esa verdad que ansié con desesperación— no pertenece a los hombres. La verdad es de Dios, y como semilla en la tierra, germinará cuando sea Su hora.

Sic transit gloria mundi.