—¿Qué buscas aquí en la sala, mamá?
—Mis lentes.
—Dónde los perdiste.
—En la recámara.
—Si los perdiste en la recámara, ¿por qué los buscas en la sala?
—Porque aquí en la sala hay luz y puedo ver, y en la recámara está oscuro y no puedo ver.
El absurdo es la materia prima del humor. Probablemente son miles o cientos de miles los chistes e historietas que se alimentan de la falta de lógica, de lo confuso y lo contradictorio, para despertar en nosotros una sonrisa y a veces, ¿por qué no?, una sonora carcajada. “¡Sargento, pero quién fue el idiota que le dijo que los cocodrilos vuelan! –Pues fue el coronel, mi capitán. –Ah, ¿el coronel?. Bueno, si es así, pues sí, es que sí vuelan, pero bajito, bajito, casi al ras del suelo”. Los chistes son viñetas irracionales, absurdas. Fuera del contexto humorístico, lo más seguro es que parecerían imbéciles. ¿Pero en qué cabeza cabe ponerse a buscar lo perdido en un lugar distinto de aquel en que se perdió porque ahí sí hay luz? Eso nos hace reír.
Pero no todo en el chiste es absurdo. En cualquier buen cuento hay algo de verdad, aunque solo sea media verdad. Siempre es mejor buscar donde hay luz ¿para qué perder el tiempo en donde no la hay? Es un razonamiento lógico, digamos, aunque distorsionado en el contexto. Como aquella anécdota del entrenador de beisbol Yogi Berra, famoso por lo ocurrente de sus dichos. Cuando a Berra le preguntaron en la pizzería si quería que le sirvieran su pizza cortada en cuatro o en seis pedazos, rápidamente contestó: “Mejor córtela en cuatro, porque no creo tener apetito para seis”. El razonamiento aquí es claro como el cristal.
Mientras más es la seriedad que muestran los participantes de la contradicción, más contrastan las situaciones con la razón y más gracioso es el efecto. Es esta mezcla de seriedad e irracionalidad lo que sorprende a los escuchas en un buen chiste. Si todo en la narración fuera fabula, nos limitaríamos a arrinconar la historia en el terreno de la fantasía. Sin embargo, cuando se da este contraste entre el realismo de la escena cotidiana y la falta de coherencia, el resultado nos lleva a la risa.
Muchas veces nuestro encuentro con lo absurdo no es gracioso y despierta en el escucha o en el lector esta sensación de incomodidad, de que hay algo raro. No solo raro, sino hasta chocante. Mientras que en los chistes el absurdo se nos presenta como un detonante de la risa, en la literatura de Kafka el mismo absurdo genera inquietud. Una diferencia radica en la manera en la que los personajes enfrentan lo irracional. Un día cualquiera, Gregorio Samsa despierta en el cuerpo de un insecto; eso es raro. Pero el hecho de que ni él ni su familia se sienten a considerar lo extraño de que el muchacho se haya convertido en un bicho ni se tomen un momento para analizar las causas de la transmutación lo es aún más. No muestran mayor emoción por ello. No se preguntan. No, solo es que Gregorio es ahora un insecto. Todos parecen pasar por alto lo inverosímil de las circunstancia, que solo es. Ahí radica el verdadero absurdo. Y mientras esto pasa, el lector se escandaliza, ansioso en su butaca, de esta doble irregularidad.
Algo similar sucede en tantos otros autores que experimentan con el lenguaje. No hace falta hablar del movimiento dadaísta ni de la “escritura automática”, textos que no pasan necesariamente por el lóbulo frontal y salen de la cabeza tal cual, menos estructurados y racionales que los propios sueños. No, no hay que llegar a tanto. A veces se necesita mucho menos, como en aquella escena de un libro de Peter Hanke en la que el protagonista levanta la mano en la calle para detener a un taxi, aunque el vehículo que pasaba en ese momento no era un taxi. Acto seguido, a sus espaldas se oye a un auto detenerse abruptamente y, sin más, “Bloch se dio la vuelta de nuevo, se metió en el taxi y dijo que quería ir al mercado”. Así, tal cual.
Kierkegaard, Camus y Sartre llevaron el absurdo al extremo literario y filosófico de otra manera cuando contrastaron al individuo con el mundo, lo racional con lo irracional, o mejor dicho, lo que pensamos que debe ser lo racional, con una realidad que no somos capaces de asir completamente y nos resulta irracional. El choque es terrible. Acostumbrados a enmarcar la realidad en términos de nuestra individualidad consciente, el enfrentamiento con las vicisitudes del mundo real puede resultar abrumador. Aquí no hay risas. En cambio, hay frustración y conflicto. Y tampoco hace falta que se trate de circunstancias extremas o francamente irreales. A veces el absurdo se disfraza de mera coincidencia, como sucede al protagonista del cuento El muro -que da nombre al libro de historias de Jean Paul Sartre- quien pasa horas interminables de tensión y de miedo mientras espera ser fusilado por rebelde. En algún momento, como una broma macabra y desesperada mientras le exigen que delate a sus compañeros, inventa una ubicación cualquiera para burlarse de sus captores. Al clarear el día, ironía del destino, nuestro protagonista se entera de que su amigo efectivamente estaba ahí donde él dijo y que había sido preso. Por supuesto, el pobre hombre enfrenta una crisis ante la idea de la inevitabilidad de su muerte y pierde cualquier interés por su causa y por su vida.
Resulta que el mundo no es blanco y negro, como a veces queremos creer; que el absurdo a veces es lo normal y que lo estrictamente racional es lo infrecuente. Nuestros sentidos nos engañan, mientras nos negamos a reconocer que hay mucho que no sabemos del mundo y que solo creemos saber; eso que defendemos en lo más intimo porque es lo normal, lo lógico, pero de lo que no tenemos manera de estar seguros. Vivimos en la intersección de ambas “realidades”, de lo racional y lo inesperado.
Lo único cierto es que no sabemos lo que sucederá. Néstor, Casandra y los Cíclopes fueron malditos con el don de la profecía y el conocer lo que nadie más ve. Nosotros no y mientras no tengamos esta habilidad, estaremos obligados a mantener la mente abierta. Quizá los lentes aparezcan más fácilmente si los buscamos ahí donde hay luz. Al final, si supiéramos en dónde encontrarlos, no estarían perdidos.