Elaborar un ensayo de libre extensión, cuyo título sea no menor de seis palabras ni mayor de 10, con apego a la anécdota narrada por el coordinador:
Uno de mis alumnos, veinteañero y de posición económica desahogada, al pasar por la recámara de su hermana a las 2:00 de la mañana, descubrió a la adolescente de 12 años de edad viendo una película pornográfica. Ella no se enteró.
El muchacho pidió mi opinión respecto a “qué debía hacer”. Con su autorización expuse la situación a mi grupo de universitarios extendiéndoles la pregunta sobre “qué hacer”.
El texto que encabeza este “ensayo” corresponde a las instrucciones completas para la tarea más reciente del Taller de creación literaria. A todas luces, se trata de un ejercicio complicado, en tanto se trata de ofrecer recetas de conducta a una persona desconocida sobre un tema controversial. De hecho, no es una, sino varias las cuestiones que podrían provocar horas de discusión en cualquier mesa de café y cada una de ellas merece por sí misma un lugar propio: la pornografía, la sexualidad adolescente, la privacidad de la persona, la confianza en los padres y, no menos complejo, la intimidad de lo familiar. Todo esto sin siquiera considerar la posibilidad real de que cualquier omisión por parte de los involucrados podría llegar a encuadrarse en un tipo penal que se castiga con cárcel en la Ciudad de México.
Admito que mi primera reacción al leer las instrucciones fue evadir el asunto y omitir la tarea. No lo hice, aunque me parece que hay razones legítimas para hacer mutis, de las cuales quisiera enumerar algunas en mi descargo, a manera de respuesta al ejercicio.
De antemano, está mi tendencia a apartarme de temas de índole potencialmente escandalosa y su aparición con cierta recurrencia como motivos de discusión en el taller. Religión, ética, crimen, sexualidad. La inclusión abierta y frecuente de estos temas en la agenda del taller no me atrae particularmente, mucho menos cuando se trata de decirle a alguien más lo que debe de hacer cuando se enfrenta a ellos. Si se me empuja un poco, podría confesar que no le voy al América ni voté nunca por López Obrador, pero estas son al final posiciones personales que ni siquiera hay que explicar, mucho menos imponer a nadie más. Es cierto, me repele el potencial de fricción que tiene uno solo de estos temas en cualquier tertulia, aunque, más allá de lo que prescriba Carreño, tampoco me espanta demasiado y reconozco que esta oposición personal por sí misma no es suficiente para descartar mi responsabilidad con el taller. Por el contrario, entiendo que en muchos casos, con ello se obliga a los talleristas a abordar una argumentación difícil que de otra manera no se tendría. Evidentemente, parto del supuesto de que lo que se busca no es conocer las posiciones personales de cada uno de los asistentes al taller, sino forzar al escritor en ciernes a hacer un manejo literario de las cuestiones y argumentarlas. Lo acepto porque coincido en que ahí, en la frontera de lo socialmente aceptado, se encuentran dilemas interesantes, mientras que en el núcleo acolchado de lo socialmente convencional, donde no hay mayor conflicto, se carece de los elementos indispensables para una discusión compleja. Sin embargo, me parece que en la vecindad entre lo convencional y lo extraño es fácil caer en lo truculento y lo mórbido, o, lo que es aún peor, en posturas moralizantes, en un sentido o en el otro. A cada uno. Como sea, lo respeto, y por ello, intentaré justificarme de otra manera.
Siguiendo esta línea de ideas, lo que sí me parece un argumento de fondo para obviar la tarea es mi incompetencia manifiesta sobre los temas en cuestión. Como sucede con los jueces en cualquier litigio, determinar la competencia o la falta de esta para dictar sentencia es un asunto de previa e inmediata consideración, y en este caso considero que ni me toca a mí inmiscuirme en cómo tendrían que actuar los participantes en la escena ni creo poder hacerlo bien, dado mi desconocimiento profesional de las materias involucradas. No hay duda de que cualquiera puede opinar y de que generalmente lo hace sin empacho ni pudor, pero considero que la primera responsabilidad de cualquiera es la mesura, la humildad en el reconocimiento de las propias limitaciones y el saber guardar silencio cuando no se conoce de lo que se habla. Este es un caso así. Una vez más, confieso que mi conocimiento formal de los aspectos psicológicos, legales, pedagógicos o sociales involucrados es, cuando mucho, incipiente, lo que me inhibe a externar una opinión en un asunto sobre el que, además, no hay información suficiente. Sugeriría dejarme terminar mi desayuno en paz y optar por la asistencia de un verdadero especialista.
Lo anterior me lleva a mi segunda consideración para no emitir opinión, que esta vez se desenvuelve en el plano de lo ético. Pasado el argumento estrictamente técnico, parecería que el objetivo del ejercicio es entonces obligar al escritor a manifestar una postura concreta bajo otras consideraciones, es decir, con base en lo que le parece bueno, malo o pertinente de ciertas conductas. De ser así, lo que correspondería sería dar una respuesta directa a la pregunta y decir “el joven debe hacer esto porque es bueno” o “debe hacer aquello porque es lo mejor” en términos de un deber ser. Sin duda, algunas veces las recetas de conducta son simples, al menos en teoría: no dañar, hacer el bien, respetar al prójimo. Todo esto lo puedo decir con seguridad e incluso aportarlas como argumentos sin ambigüedad. Por eso mismo, mi respuesta preferida sería desarrollar el texto alrededor de estos lugares comunes y sugerir que el muchacho debe actuar siempre con empatía, compasión, bondad y buena voluntad, interponiendo ante todo el amor fraterno y el bienestar de su hermana. Esto está muy bien, tarea terminada, aunque para ser sinceros no resuelve la cuestión. Para que la respuesta sea útil, se necesita dar un paso más en la definición de las acciones para el caso concreto y sus múltiples aristas. Habría por comenzar por decidir cuáles son estas aristas, delimitarlas y resolver cada una con la información disponible. De hecho, existe un paso antes que este y es determinar si en verdad existe un problema real en algún punto de los hechos narrados o si se trata simplemente de una reacción exagerada al problema por parte de los protagonistas. También esto está sujeto a interpretación. Como quiera que sea, en un mundo en el que para unos es pecado comer cerdo o trabajar en sábado, mientras que para otros esto es ridículo, pretender decirle a otro lo que debe hacer bajo circunstancias así no es fácil.
No se trata de relativizar nada, sin embargo, al toparnos con las complejidades de la realidad, esta claridad aparente de un supuesto código moral se desvanece en las orillas. Así, cuando hablamos de cuestiones de conducta específicas en términos de un deber ser, que no siempre es evidente, las respuestas muchas veces exigen que el emisor se plante en un pedestal moral algo endeble para decidir lo que otro tendría o no que hacer. Sí, debe “portarse bien” y a esto quizá no hay nadie que se oponga. Pero definir en qué consiste eso de portarse bien genera nuevos obstáculos y nuevas decisiones, cada una menos precisa que la anterior. Habrá quienes se atrevan a hacerlo con entusiasmo y emitirán su opinión sin más consideración; a mi me parece imprudente. Sin una razón objetiva y unívoca respecto a la solución particular, tendríamos que volver al primer punto: la falta de capacidad técnica y, también, la necesidad de información más completa para resolver la cuestión. En otras palabras, no queda más que actuar con mesura.
Hay otras razones para evadir una respuesta, pero considero que estas deberían bastar, si bien debo también confesar que hay un par de hilos sueltos en la historia que llaman fuertemente mi atención, en lo adjetivo más que en lo sustantivo, pues rebasan las consideraciones técnicas o morales que se pudieran desprender. Uno de ellos es el que el muchacho no acudiera a los padres en primerísimo lugar. Esto, por supuesto, conlleva algunos supuestos por mi parte, siendo el principal de ellos que los padres son los adultos más inmediatos, los responsables de la crianza de los jóvenes y las personas que podrían tomar más fácilmente una decisión con carácter vinculante. Se trata de un asunto procedimental evidente y pragmático; hasta convencional. No hay por qué resolver el fondo de una cuestión si alguien con mejores credenciales puede hacerlo con ventaja. Desde luego, uno puede especular sobre por qué el alumno prefirió acercarse al maestro en vez de a sus progenitores, pero esto no cambia el hecho de que esta conducta es excepcional para alguien que, según se desprende del relato, considera que lo sucedido es grave y merece una acción inmediata. Así que esta es mi primera pregunta.
Un segundo cabo suelto para mí es la reacción del maestro, quien por toda respuesta prefirió exponer abiertamente el conflicto que le fue confiado como grave y delicado por el joven, y hacerlo precisamente frente a los propios compañeros de clase en busca de una respuesta. No dudo que los actores de esta escena hayan procurado mantener el anonimato de la mejor manera posible, en lo que se entiende que es un episodio muy personal, al menos para el muchacho, pero no deja de ser una situación potencialmente incómoda para él, por decir lo menos. Por añadidura, me reservo ciertas dudas sobre la utilidad o pertinencia de las respuestas que pudiesen haberse obtenido de esto, mismas dudas que supongo son compartidas por el lector. En particular, me parece que de esta intervención no se puede esperar nada más trascendente de lo que sería una “lluvia de ideas” entre un público inexperto y hasta algunos comentarios inapropiados. Claro, habrá que conceder que el objetivo del ejercicio pudo haber sido pedagógico. Yo mismo no sé cómo ni por qué, pero siempre es posible que así haya sido.
Un tercer cabo suelto, este sin mayor trascendencia, es el comentario en el texto de que se trata de una persona “de posición económica desahogada”. Simplemente no encuentro qué aporta la apostilla, lo que no tendría que cambiar nada de fondo y más bien despierta mi curiosidad.
Por lo antes expuesto, a usted, señor coordinador, le pido tener por presentada mi tarea y disculpar al de la voz, si es posible, por no haberse atrevido a externar una prescripción específica sobre el “qué debe hacerse” ante esta circunstancia, aunque para ser sinceros nadie me la pidió. Considero que el planteamiento realizado a lo largo del documento satisface el objetivo del ejercicio, pues entiendo que no se trata de encontrar una solución concreta al dilema del joven en cuestión ni exponer las entrañas del andamiaje moral del escritor en sí mismo, su seguro servidor, sino de practicar el estilo argumentativo y mostrar la disposición de desarrollar por escrito un tema complejo y controvertido. Es cuanto.