Tarea a partir de un relato de aventuras de Esther Tirado.~


—Ahí están.

—Por fin. Ya me estaba temiendo que algo había salido mal con la misión.

—Todavía no es momento de cantar victoria, falta ver si consiguió el paquete. Ni siquiera sabemos si Esther viene en el avión.

—Cierto, aunque se trata de nuestro mejor elemento. Ojalá todos nuestros agentes fueran así.

En el horizonte, dos puntos oscuros se acercaban hacia la pista. Eran los aviones, dos reliquias de los tiempos del colonialismo soviético, de cuando los amigos en la Madre Rusia aún tenían algunos excedentes para enviar como dádivas al subdesarrollo. Eran como una de esas viejas camionetas de carga a la que le hubieran atornillado algunos asientos para llevar pasajeros entre las redilas. Cincuenta años después del muro de Berlín, solo el ingenio latino suplía la falta de presupuesto para mantenerlos en el aire.

El avión que iba adelante se separó un poco del segundo e inició las maniobras de aproximación. Dio media vuelta alrededor del aeródromo, alineó la ruta y comenzó a reducir la velocidad en su camino a la pista, cuando súbitamente un fuerte viento cruzado hizo balancear peligrosamente sus alas como un sube y baja meciéndose sobre el eje del aparato. Adentro, los pasajeros seguramente imaginaron que era su último instante en esta tierra y que el Club Rotario mexicano tendría que prescindir de varios de sus miembros con mayor antigüedad. Sin embargo, el piloto logró controlar el contoneo y decidió continuar hacia la pista. Abajo, más bajo, más despacio. Casi al momento de tocar tierra, la punta del avión se elevó un poco, el motor rugió y las ruedas cayeron sobre el maltratado pavimento. Con todo, había sido un aterrizaje exitoso; o al menos eso parecía, hasta que una de las ruedas cedió al tocar el piso y el armatoste se ladeó peligrosamente a la derecha. A pesar de los rápidos reflejos del piloto, el ala golpeó con fuerza el suelo y una lluvia de chispas encendió un inesperado fuego en la estructura.

Lo que siguió fue el caos. El ruido del motor, el accidentado tránsito del avión hasta un alto total, los pasajeros desesperados, el ulular de las sirenas de los vehículos de emergencia, el temor a la explosión y el piloto pidiendo a voces a todos que bajaran. Sin hacer distinción, pasajeros y tripulación comenzaron a huir como pudieron; a empujones, con gritos, asustados. La mayoría logró escapar ilesa, pero unos pocos, aquellos que tardaron en salir, se enfrentaron a unas llamas más crecidas. Las quemaduras no fueron graves, pero seguramente estos desafortunados pasarían el resto de sus vacaciones en la cama de un hospital cubano. Cuando la calma llegó y las autoridades pudieron poner orden y ofrecer auxilio, los pasajeros ya se dirigían por su propio pie, entre molestos y asustados, a la terminal.

Entre los afortunados que salieron primero estaba una mujer madura, elegante e impecablemente vestida a pesar del sobresalto. Arregló su vestido con cuidado y dijo al resto del grupo que debía ir al baño para lavarse el susto de la cara. Ya en la terminal, cruzó con dos hombres parados afuera del café y les regaló una sonrisa amable. Al llegar al baño, sacó con disimulo un pequeño paquete que hizo aparecer de entre sus ropas, lo tiró al basurero del local, como quien no quiere la cosa, y siguió adelante.

—¿Ves? —dijo uno de los hombres al otro— Te dije que no habría problema. No tenías que preocuparte de aduanas ni de revisiones. Ahí están ya los documentos. Recuerda mis palabras: esto será el inicio del fin del régimen. ¿Quién podría imaginarlo, verdad?

—Sí, tenías razón. Es la agente perfecta —dijo el otro, mientras los dos veían a la amable señora alejarse platicando animadamente con sus compañeros Rotarios sobre su nueva aventura cubana.

Más tarde, cuando nadie la veía, Esther se deshizo también de la llave de tuercas de la que echó mano para provocar la distracción en el último momento y que no había podido tirar antes.