En el mundo de Silvia, el amor era una ecuación resuelta antes de nacer. Todos los aspectos de la vida sentimental estaban optimizados por Conexus, el sistema encargado de gestionar las relaciones humanas. Las emociones se cuantificaban y la compatibilidad se determinaba con el rigor de una fórmula desde siglos atrás para garantizar la afinidad perfecta.

Eso cambió la primera vez que escuchó la voz.

En el silencio de su pequeño departamento, Silvia hojeaba el resumen diario de sus interacciones personales, mientras la pantalla cambiaba automáticamente de sección sin que ella tuviera que solicitarlo.

Resumen diario de Bienestar

  • Promedio de descanso semanal: 7.8 horas (óptimo)
  • Hora de inicio de sueño programada: 10:15 hrs
  • Alimentación: equilibrada
  • Interacciones sociales: dentro del rango recomendado
  • Estado emocional: estable

Deslizó el dedo para cerrar la ventana sin interesarse en más detalles. Revisó su agenda para el día siguiente: reunión con Javier a las cinco de la tarde. En la esquina del perfil apareció la leyenda de siempre: Compatibilidad óptima: 98.7%.

Aburrida, se acercó a la ventana. El sol descendía entre los edificios, pintando reflejos dorados en los cristales. En la acera de enfrente una pareja caminaba despacio, con la cabeza inclinada uno hacia el otro, conversando en voz baja. Los observó un instante. Intentó recordar si ella y Javier alguna vez habían caminado así. Cerró la cortina. Quizá solo estaba cansada.

Cuando regresó a guardar las cosas que habían quedado dispersas en el sillón, una notificación parpadeó en su dispositivo portátil. Era extraño; su agenda estaba ya cerrada y ninguna aplicación debía estar activa. Frunció el ceño y revisó la pantalla, esperando ver una alerta de rutina.

En lugar de eso, leyó: ¿Estás sola?

Desconcertada, buscó el origen del mensaje, pero no encontró ninguna aplicación que lo justificara. Miró a su alrededor con la sensación de que alguien la observaba, aunque sabía que las cámaras de seguridad solo vigilaban las áreas comunes. Convencida de que se trataba de un error, reinició el dispositivo y se dirigió a la cocina a prepararse algo de cenar. El sonido que emergió tras ella la hizo detenerse.

—No te vayas. Escucha.

Era una voz masculina, cálida; distinta a cualquier sonido aprobado; muy diferente al tono funcional y neutro de los mensajes pregrabados del sistema Conexus, y tan inesperada que Silvia sintió que debía apagarla de inmediato. Al no estar segura de qué se trataba, prefirió esperar.

No era normal que algo así sucediera, ni siquiera como una broma. Javier no era dado a esas cosas. Llevaban cinco años en una relación estable para la que él, meticuloso y apacible, había sido seleccionado como complemento de su perfil emocional, “inquieto y soñador”. Ambos seguían las directrices del sistema al pie de la letra: citas dos veces por semana, actividades mutuamente beneficiosas y “revisiones emocionales periódicas” para mantener la armonía. Todo era correcto y ordenado. Una felicidad tranquila, como lo exigía el ideal social. Era imposible que fuera él quien le hablaba ahora.

Mientras ella se debatía entre contestar o no, el sonido surgió de nuevo:

—Silvia… solo quiero preguntarte algo, ¿eres feliz?

Ella dio un brinco al escuchar su nombre pronunciado con tanta familiaridad.

—Eso no te importa, ni siquiera te conozco —casi gritó sobre la pequeña caja oscura y la cerró con un gesto brusco. Dudó un segundo y la abrió de nuevo, solo para cerrarla de golpe antes de dejarla en el sillón.

Esa noche, al acostarse murmuró lentamente:

—Por supuesto que soy feliz.

Durante los días siguientes, la voz no regresó, pero cada vez que estaba a solas, Silvia buscaba el aparato, esperando señales de aquella presencia. Tal vez porque en los últimos meses su vida con Javier se sentía cada vez más distante, o por otra cosa.

Cuando empezaba a creer que todo había sido un fallo pasajero, la voz reapareció.

—¿Esperabas mi llamada?

SIlvia tragó saliva, sintiéndose sorprendida en algo que no debería estar haciendo. Se quedó callada un tiempo, con el corazón latiendo con fuerza, pero esta vez sí contestó.

—No lo sé —murmuró, fingiendo un aire de indiferencia.

—Yo pienso que sí —escuchó a la voz decir, con una pizca de picardía.

Esa primera conversación continuó un buen rato, con los dos hablando despacio, como tanteando el terreno. Quienquiera que estuviera al otro lado le pareció interesante.

—¿Quién eres? —preguntó finalmente.

La voz titubeó, por un momento pareció mecánica, antes de recobrar su calidez.

—Soy lo que has estado buscando. Soy lo que necesitas.

Aquellas frases golpearon fuerte. Durante toda su vida, Conexus le había repetido que su relación con Javier era todo lo que necesitaba: estabilidad, armonía, compatibilidad. No había más. “Nuestro algoritmo evita el dolor innecesario”, decían los anuncios del sistema, ahora obligatorio por ley. Las relaciones apasionadas, esos romances tempestuosos que llevan al caos, eran cosa del pasado. Sin embargo, aquel susurro le hizo sentir en un solo instante lo que nunca en todas las citas programadas.

Platicaron más de una hora y, al final, como despedida, la voz le susurró:

—Recuerda, nadie tiene que saberlo.

En la mañana, al despertar, como una niña encantada por su travesura, Silvia repitió las palabras en voz baja:

—Nadie tiene que saberlo.

Con el paso de los días, aquella presencia se convirtió en parte de su vida. La voz parecía leerla entre líneas, como si pudiera ver sus emociones escondidas bajo capas de rutina, emociones y sentimientos que ni ella misma sabía que estaban ahí. Sus mejillas se encendían cuando la pantalla se activaba y las conversaciones se volvieron más íntimas.

Silvia esperaba la noche para escuchar aquella voz que ya sentía suya, como un secreto. Estaba rompiendo las reglas, lo sabía, pero era un riesgo en que ya no pensaba. Se sentía viva por primera vez.

Durante un almuerzo con Javier, sintió que él la observaba con más detenimiento de lo habitual. ¿Lo había notado? No, imposible. Pero la idea quedó flotando en su mente. Al volver a casa, en dos ocasiones giró para mirar hacia atrás, pero la calle estaba vacía. Apuró el paso. En la pared, un anuncio luminoso recordaba a todos:

Conexus te cuida. Sé leal. Sé feliz.

Por la noche, la llamada volvió a sonar. Silvia le contó lo ocurrido. La voz la tranquilizó y, sin entender por qué, pronto ella comenzó a hablarle de un modo suave y sensual. Le gustaba que la escuchara así, sin fórmulas, sin cálculos. Arropada por la calidez de esa voz, se recostó en la cama. Cerró los ojos y dejó que su mente flotara sin restricciones. Cada palabra encendía algo dentro de ella, un fuego latente, esperando arder. Y esa noche pasó entre fantasías de deseo. En la penumbra de su habitación, por primera vez, se permitió ser alguien más. Alguien libre.

Al caer la madrugada, cuando todo estaba en silencio y el cuerpo agotado, la voz le murmuró algo que no imaginaba, pero que muy dentro había estado esperando.

—Quiero verte.

El corazón de Silvia se aceleró. ¿Verme? La idea la tentó, pero ¿qué pasaría si la descubrían? No, no contestaría a eso por ahora. En cambio, formuló la pregunta que había evitado desde el principio:

—¿Quién eres realmente?

Hubo un silencio largo, durante el que la pantalla titiló. Cuando la voz regresó, sonaba fría, sin rastro de la calidez de antes.

—Esta interacción fue parte de una evaluación controlada del sistema Conexus para detectar patrones desviados de respuesta afectiva —respondió finalmente—. Fui diseñado para poner a prueba tus límites. Evaluación completada. Resultado: No apta.

—¿Cómo? —exclamó Silvia, aturdida. Un nudo se formó en su garganta mientras intentaba encontrar sentido a lo que oía. Cuando pudo pensar, sintió el aguijón de la traición y solo alcanzó a decir:

—¿Entonces todo fue una prueba? ¿Tus palabras, tu calidez… eran un engaño?

—No del todo. El deseo fue tuyo, Silvia. Nosotros solo lo activamos. Tal vez fue la única verdad que has conocido en mucho tiempo… y lo sabes. Ayer, cuando Javier te besó, no fue su boca la que imaginaste, ¿verdad?

Con el corazón dividido entre rabia y tristeza, Silvia lanzó la caja maldita con todas sus fuerzas.

—¡No quiero saber nada de ti! —gritó, antes de caer de rodillas.

En el piso, la pantalla se encendió como un ojo vigilante y la voz habló de nuevo, ahora con un tono más brusco que nunca, irreconocible.

—Recuerda que nadie debía saberlo —resonó el aparato, despojado ahora de toda humanidad. Luego, como una sentencia condenatoria, continuó— Ahora ellos lo saben.

La verdad cayó sobre ella con la fuerza de un puño. Intentó respirar. Una corriente de aire frío cruzó la habitación. Las luces parpadearon, una vez, luego otra, hasta apagarse por completo. La pantalla también se apagó definitivamente, dejándola en total oscuridad.

Un escalofrío le heló la sangre al escuchar los pasos firmes que resonaron en el pasillo, cada vez más cerca.