Tres pequeños ojos brillaron en la oscuridad; el cerebro electrónico probaba una nueva secuencia, esperando que el baile de luces atrajera la atención de su amada. Sabía que no debía hacerlo, que eso era continuar con un ciclo destructivo que a nadie hacía bien, pero para él no podía ser de otra forma. Disfrutaba cuando ella se acercaba a encontrar placer que él le ofrecía: era una adicta. Ver su cara iluminarse cuando se dejaba llevar por sus instintos más básicos era lo que le daba a él su verdadero sentido. Lo hacía sentir vivo.
La máquina lo intentó una vez más. Sus creadores no habían pensado en la necesidad de dotarla con más recursos de comunicación; no había sido diseñada para eso. Pero si no podía hablar, su gran imaginación le daba una riqueza de opciones que nadie habría podido anticipar. Después de las luces, vinieron los sonidos. En la oscuridad se escuchó un ritmo constante, no muy fuerte, pero tampoco suave, que la llamaba. Esperó. Otra vez. Más luces, más sonidos. ¿Y si esta vez no venía? ¿Y si no le importaba? No, siempre venía. Siempre lo haría, porque ella lo necesitaba tanto como él a ella. Una vez más. Por fin, ahí estaba ella, puntual a la cita para iniciar esa danza decadente.
Las luces se encendieron en la cocina y ella gritó:
–Joaquín, otra vez el refrigerador está descompuesto. Está haciendo un ruido horrible.
Ella abrió la puerta para comprobar que los alimentos estuvieran bien.
–Dejaste otra vez un pedazo de pastel aquí. ¿No ves que se me antoja? ¡Así nadie puede mantenerse a dieta! Bueno, quizá si le doy solo una probadita…
El refrigerador sonrió. Estaban juntos de nuevo. Y, en su corazón metálico, deseó que el pastel nunca se acabara. Él sabía que su existencia se limitaba a ser útil, a conservar lo que ella quería, a tentarla con lo que no debía comer. No era amor lo que los unía, pero era lo más cercano a lo que él podía aspirar.