—Tengo hambre, pá.

—Espérate un ratito. Ya va a pasar alguien.

La niña no había comido nada en todo el día. Su padre ya llevaba dos. Desde lo alto, el sol quemaba con esa saña que con los años había blanqueado el suelo que los rodeaba. Alrededor solo se veían algunos arbustos chaparros, junto con nopales que, aunque ya solo eran pencas secas, se erguían orgullosos como sobrevivientes.

—Pero tengo mucha hambre.

—Ya sé —contestó él, mientras rumiaba su frustración. Se había prometido no volverle a pegar—. Nomás aguántate tantito. Ahorita comemos.

Siempre había sido pobre, como su padre y su abuelo antes que ellos. No conocía otra cosa. Era como una maldición. Como cuando Dios descargaba su furia sobre un pecador y de paso sobre sus hijos, y los hijos de sus hijos, así por generaciones. Igual que hizo con Job cuando lo llenó de llagas solo por ganar una apuesta, y de paso acabó con su familia, sus sirvientes y hasta con sus vacas. Así era en la Biblia. No es que supiera leer, pero lo oyó decir al cura.

Recordaba bien esa vez, y la manera en la que los ojos del religioso calvo se hacían más grandes y su voz más sonora cuando llegaba a esa parte. En sus lecturas, parecía disfrutar pensando que infundía el temor de Dios en estos ignorantes. Era como una probadita del castigo eterno que los esperaba si se portaban mal. Lo que nunca pensó fue que estas pobres almas ya vivían tan cerquita del infierno que no se asustaban de él. Al contrario, lo que encontraban era calma. Esa calma que llega cuando se hace conciencia de que hay una razón para el sufrimiento, que hay un responsable de lo que pasa y que la culpa no es de uno. Más que calma, era resignación. Porque al final, Dios solo castigaba a los que ya estaban jodidos.

Dos zopilotes los observaban indiferentes desde un cactus. Aún no eran carroña.

Hasta hacía un par de años, algunos automóviles se detenían frente al pequeño atado de ramas que les servía para protegerse del sol a la orilla de la carretera. Desde el auto se asomaban para ver las rarezas que vendían: pequeños roedores o una aguililla; esa carne de víbora que se decía buena para las várices en las mujeres y la impotencia en los hombres; algunos perritos llaneros. Los pocos vecinos que entonces aún quedaban en el pueblo se distribuían por el camino para venderles cualquier cosa. Con eso completaban para no morir de hambre.

Ya no quedaba nadie. Ahora solo estaban ellos.

Era raro que alguien parara estos días. Él no sabía bien las razones; tal vez porque la gente anda con mucha prisa ahora. O porque tenían miedo de detenerse. Todo el mundo tiene miedo ahora.

Pero no había miedo en esos hombres de las camionetas último modelo que a veces se dejaban ver. Bajaban de sus “trocas”, como les decían, pero nunca compraban. Caminaban con pasos largos, haciendo ruido con sus botas de punteras metálicas y muchas preguntas: que si había visto esto o aquello, a este o a aquél. A veces se veían aburridos, como si estuvieran ahí únicamente para ver a la jovencita o por hacer algo diferente. De vez en cuando alguien le dejaba unos pesos y le decía que se acordara de que se lo había dejado “el Chaparro”. Y bien que lo recordaba. Lo poco que recibía le alcanzaba para comer bien a él y a su hija durante varios días.

Hacía tiempo que no pasaban. Había oído que al Chaparro lo habían matado allá por Matehuala, al quererse saltar un retén en el camino. Probablemente los soldados eran nuevos y no sabían de quién se trataba. Pero el chiste es que le tocó, y desde entonces él ya no había visto ni un centavo. La cosa estaba dura. Ya ni víboras había para comer.

Pobre niña. Aún no cumplía los trece y ya le había caído la maldición. Gracias a Dios, la mamá ya no estaba para ver por lo que estaban pasando. Pronto tendría que decidir qué hacer con ella. Tal vez sería mejor decirle finalmente que sí a su compadre, que había enviudado hacía poco. Lo había pensado mucho, y cada vez estaba más convencido de que el compadre la podría cuidar bien, y él tendría una cosa menos de qué preocuparse.

—Pá, tengo hambre.

—Espérate otro ratito. Ahorita conseguimos algo.

Se hacía tarde, los autos ya no pasaban, aunque el sol aún ardía. Él ya no aguantaba el hambre, pero tenía que poner cara de hombre frente a su hija. Se cubrió los ojos con la mano. No para protegerse del sol, sino para que la niña no lo viera. Ella jugaba con algunas piedritas en la tierra. No tenía idea de lo que su padre estaba a punto de decidir.

A lo lejos, el sol comenzaba a ceder. Pero la luz seguía hirviendo sobre las piedras.

Él se pasó la lengua por los labios secos y miró hacia el horizonte vacío. Se inclinó hacia su hija y la acarició en la cabeza.

—Espérate otro ratito. Nomás un poquito, a ver si llega alguien —susurró.

En el cactus, los zopilotes se acomodaron, amodorrados. No les corría ninguna prisa. La tarde caía en el desierto.