El niño miraba cómo los rayos de luz llenaban de oro todo a su alrededor y le daban una calma profunda, como si el mundo al fin estuviera en paz. Se sentía bien, con ganas de salir a jugar, así que decidió ir corriendo a perseguir a los conejos del jardín. Le parecían unas criaturitas muy traviesas y lo llenaba de gusto ver cómo se escondían entre las flores para mordisquearlas.
La primera vez pensó que, con tanto destrozo, su abuela ya los hubiera guisado a todos. Pero le dio alegría verlos sueltos, haciendo lo que les gustaba: brincar, correr y, sobre todo, masticar lo que se cruzara en su camino. Aún mejor le pareció que las flores que maltrataban un día aparecían nuevas al día siguiente, como por arte de magia, y que los animalitos podían volver cuantas veces quisieran para comer.
El chico saltó de emoción al ver que, a pesar del susto que les había dado ayer, se le acercaban felices, dando brincos. Sí, les gustaba jugar con él. Sonrió.
–No, doctor, Juanito no se ha levantado. Lleva una semana así. No sé si está dormido o despierto, solo no se mueve. Todo el tiempo está con los ojos abiertos, viendo a la pared. Mire qué tranquilo se ve… parece un angelito. Ya no sé qué hacer. Ayúdeme, por favor.
–Es una situación difícil, señora. Como sabe, las heridas, aunque de gravedad, están sanando. Pero creo que el problema está más adentro: en su cabeza. No, no hay golpes ahí. Todo indica que no hay lesiones graves en el cráneo. Más bien creo que su mente se está protegiendo. Que no quiere aceptar lo que pasó.
–Ay, doctor, ¿qué hago? No quiero verlo así. Mi marido se fue y me dejó sola con el problema. No sé qué voy a hacer, pero las cosas no podían seguir. Todos los días llegaba tomado, le gritaba y le pegaba al pobre niño, que porque lo molestaban en la escuela. ¡Como si fuera su culpa! Le gritaba insultos, lo llamaba maricón, solo porque no se defendía. El pobrecito siempre estaba llorando. El día que pasó esto, llegué tarde de trabajar y así estaba, como lo ve usted: todo moreteado y sin reaccionar. Y de mi marido, ni sus luces… aunque creo que así es mejor. Ayúdeme, doctor. Por lo que más quiera, ¡haga algo!
Juanito comprobó que los pájaros cantan aquí con alegría; no como en su casa, donde entre coches y ruido siempre están escondidos y apenas se dejan ver. Y sus colores… sus colores son más vivos. El niño pensó que nunca había visto a tantos pájaros tan lindos juntos.
“Creo que hoy iré al estanque un rato, a echarme en el pasto a escucharlos. Mañana iré a explorar qué hay más allá.”