Los problemas son fáciles de resolver cuando ya pasaron. A la distancia, todo parece obvio. Me sorprende ahora ver con tanta claridad los eventos que me trajeron hasta aquí, y pensar que con cambiar uno solo —una decisión, una ausencia, una palabra dicha a destiempo—, todo pudo haber sido distinto.
Si mi padre no hubiera muerto el año pasado. Si no me hubiera dejado esta casa vieja, a la que me mudé hace un mes. Si yo no hubiera renunciado a ese trabajo que odiaba. Si Rubén no se hubiera ido con otra.
Con una sola de esas cosas diferente, seguiría viva. Bastaba con haber salido ayer un rato y hoy mi cuerpo no estaría destrozado en el fondo de este pozo.
En vez de eso, probablemente me vería paseando por el jardín o rumiando en mi recámara sobre lo difícil que es la vida, con una bebida en la mano. Cualquiera de las tonterías de siempre. Pero así fue. Es como si el universo se alineara de modo que el resultado siempre es el que debía ser.
Todo comenzó la tarde de ayer. O quizá no, porque nunca se sabe cuándo un evento empieza a tomar forma. Tal vez fue cuando llegué a esta casa, o incluso mucho antes, cuando mis padres decidieron regresar a vivir aquí. O quizá hace cien años, pero no importa. No puedo contar mi historia desde ahí, porque nunca terminaría. Lo único cierto es que ayer estuve sola en esta casa tan llena de historias y que tiene su propia melancolía, como si absorbiera la tristeza de quienes vivimos aquí. Mi padre la llamaba ‘la casa vieja’, y yo nunca entendí por qué volvía siempre a ella.
Mejor comenzaré por la tarde de ayer, y por esta sensación de abandono y de tristeza que me llena desde hace un tiempo. Depresión, diría mi doctor. Como sea, no entraré en detalles. Supongo que será fácil adivinar lo que pesa el corazón de una mujer que siente que no tiene a nadie en el mundo, que piensa que su vida ha fracasado y no le encuentra sentido. Aunque también es posible que tampoco sea eso exactamente, pues yo misma sé que el corazón y la cabeza son complicados. Es posible que lo que una cree que es tristeza sea en realidad miedo. Miedo de fallar. De no encontrar el amor. De no saber qué hay más adelante. En fin, miedo de estar sola. Sin embargo, después de lo que sucedió, esto en realidad no importa. El verdadero miedo aún no entraba a mi corazón y solo lo conocí hasta que llegó para golpearme.
Eran las cinco de la tarde y comenzaba a oscurecer. Llovía. Fue una de esas lluvias que inician suavemente y, como hacía semanas que todo estaba seco alrededor de la casa, inmediatamente pensé que un poco de agua le haría bien al jardín. Pero fue creciendo hasta convertirse en una tormenta. No recuerdo una lluvia tan fuerte en todos los años que viví aquí antes. Pensé en los delicados pisos de madera, así que corrí a subí a cerrar las ventanas de las habitaciones del piso de arriba y, mientras bajaba, se apagó la luz. Seguramente el problema era de afuera; algún cable o transformador que esta vez no soportó la tormenta. Sin luz eléctrica, la mansión parecía el escenario perfecto para una película de terror; de esas que se ven en el cine con la cara escondida entre las manos y todo el cuerpo hundido en la butaca. Como en una de estas películas, yo, la protagonista, aún no tenía idea de lo que vendría, pero cualquiera entre el público me lo podría haber advertido y hacerme ver que el cielo y la tierra se habían puesto de acuerdo para conspirar.
Fue entonces cuando lo oí. Primero fue un ruido tenue, como un golpe sordo detrás de la pared. En el momento no me sorprendió; es una casa vieja y los ruidos son algo de todos los días. No lo pensé mucho y me dirigí a la cocina a prepararme un bocadillo y algo de beber. Pronto sentí calor y pensé que quizá era culpa de las escaleras, que eran muy viejas, o tal vez del brandy.
El segundo golpe fue algo más tarde, como a las ocho. Esta vez no fue tan sutil y vino del sótano o, más precisamente, de detrás de la puerta que daba al sótano. Fue sólido y seco. Lo siguieron otros y esta vez sí me asusté cuando un viento helado lo llenó todo y una ráfaga apagó las velas que había encendido para poder ver. No supe qué hacer. Los golpes eran cada vez más fuertes y quedé congelada cuando comenzó a escucharse un desorden de voces en algún idioma que no alcanzaba a entender. No, no era mi imaginación. Las voces crecían y se multiplicaban. Fue horrible hacer conciencia de que estaba sola y un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Aquí comenzó el miedo de verdad.
Abrí con torpeza los cajones de la cocina, buscando algo para defenderme. Tomé el cuchillo más grande que encontré y, sin saber en lo que hacía, lanzaba tajos a derecha y a izquierda, como loca, sin pensar que de nada servía eso contra lo que estaba por entrar. Detrás de la puerta, el escándalo iba creciendo. Todo era golpes y gritos de una multitud bestial que luchaba por tirar la puerta e inundar la habitación. Pensé en huir, pero no pude; me lo impidió mi propio cuerpo, que se negaba a reaccionar.
Revivo en la memoria cada escena y veo el miedo. Ahí está también la sensación de impotencia, de no poder escapar y perder el control de mí misma, pero es como si la persona que estaba ahí no fuera yo. Lo que va quedando en mi recuerdo es compasión por esa pobre mujer que grita y llora. Como al despertar, comienzo a olvidar qué hacía yo ahí y quién o qué estaba detrás de esa puerta. A la distancia, solo siento una calma que me baña, que me llena y que poco a poco va diluyendo las imágenes en fragmentos cada vez más tenues. En este momento ni siquiera tengo claro si sucedió de verdad o lo he imaginado. Todo desaparece, así que de nada sirve narrar historias que no tienen sentido y que, en vez de ayudar, hacen daño. No vale la pena desgarrarme para recordar. Es mejor dejar que todo desaparezca, como un sueño que se borra al despertar. En el mejor de los casos, no sería más que un entretenimiento obsceno, algo que ensucia el alma y deja detrás una estela oscura. No lo quiero. A mí no me sirve y a nadie más. Ahora simplemente no hay miedo, no hay dolor ni hay sufrimiento. Al final, no tiene caso recordarlo. Nadie sabe que estoy aquí. Pronto, yo también me habré ido.