Abre los ojos. Hoy toca mirar de verdad. Frente a ti está el espejo de todos los días, ese que cruzas siempre apurado, para esquivar conversaciones incómodas. Esta vez no basta con acomodarte el cabello, como si eso pudiera borrar las grietas del tiempo. No puedes simplemente desviar la mirada o parpadear hasta que desaparezcan. La sombra en tu rostro no se va. Tic-tac, tic-tac.
Toma el pincel, deja que el olor de los óleos inunde la habitación y comienza a trazar los rasgos que ves. No empieces por los ojos, que son tramposos: si los miras demasiado, reflejan lo que ya no existe. Estos ojos que te miran desde el espejo están apagados. No muestran las veces que quisiste cambiar de rumbo y no lo hiciste, atrapado en la dulce trampa de la rutina, esa que llamaste «responsabilidad» pero que, en el fondo, era apatía.
Mejor déjalos por ahora y concéntrate en los contornos: las cejas endurecidas por el tiempo; los pómulos menos marcados; el mentón menos firme. El rostro que ves se parece al que guardas en la memoria, pero no es el mismo. Aunque te repitas «ahí estoy», no estás seguro de quién eres ahora.
Es momento de hacer un recuento de lo que hay… y lo que falta. Recorre cada parte de ti como el explorador que se adentra en una cueva oscura, iluminando con su lámpara las inscripciones en la pared. Hay una historia en cada sombra y en cada relieve.
Traza una línea firme que conecte la frente con la curva del mentón. Detente en esa marca junto a tu ceja derecha, la que te hiciste de niño, cuando te sentías invencible. Observa las arrugas más abajo, las que se dibujaron aquella noche en que lloraste durante horas, cuando entendiste que no lo podrías arreglar todo. Y esas líneas gruesas en tu frente… que esperen. Esas solo muestran tu edad. Las que importan son las finas, las que marcan las dudas que arrastras y se acumulan todas las preguntas sin respuesta. ¿Las ves ahí junto a la boca? Para ellas, necesitarás un pincel más delgado.
La boca… ese enigma. La dibujas una y otra vez en tu mente, pero no logras recordar la última vez que dijo algo que realmente querías decir, algo que naciera de ti, sin filtros. Quizá ni siquiera sabes si eso sería posible ahora. En esa boca quedaron las palabras que nunca dijiste y que tragaste con café amargo. ¿Recuerdas aquella vez cuando hablabas con ella y le colgaste con brusquedad el teléfono, con la conversación todavía vibrando en tu cabeza? Un par de palabras lo habrían cambiado todo. Pero colgaste y decidiste dormir. Mañana sería otro día.
Vuelve a tu paleta. Procura que en los colores no se mezclen tus dudas con tus ganas de seguir. Parece un simple ejercicio de observación, ¿verdad?. Pero sabes que no lo es. El espejo no solo refleja: interroga. Detente un momento para pensar bien con qué tono pintarás los hombros. Ah, tus hombros. ¿Recuerdas cuando estaban erguidos, desafiando al mundo como alas a punto de desplegarse? Ahora duelen, están encorvados, no solo por el peso del cuerpo, sino por el de las expectativas que pesan en ellos: las tuyas y las de los demás. No olvides, sin embargo, que alguna vez fueron capaces de sostener más de lo que creías posible: tus sueños y los de otros, tu deseo de ser fuerte. Tal vez ceden ahora para recordarte que mereces aligerar tu carga y volver a empezar. Usa un trazo más claro aquí, algo más luminoso.
Hace tiempo que no creabas algo con tus manos. ¿Sientes cómo tiemblan? Pero no porque sean frágiles, sino por el esfuerzo de asir las promesas que no se cumplieron y el recuerdo de todo lo que sí intentaste y no salió como esperabas. Son las mismas manos que construyeron momentos de amor y sostuvieron a otros cuando más lo necesitaban, aunque a veces olvidaran sostenerte a ti. Las manos que no pudieron retener lo que realmente importaba: esos destellos de vida que intentaste atrapar y que se apagaron antes de que pudieras sujetarlos bien.
Ahora dirige tu mirada hacia tu pecho. Lo reconoces, ¿no es cierto? Notas que vibra cada vez que intentas ver más allá de lo que eres ahora. Es el miedo, que habita ahí. Pero también hay algo más, que está vivo y espera crecer. Siénte cómo palpita, con fuerza. Parece que quiere salir. Para dibujar esto puedes usar una brocha algo más gruesa, una que acaricie el lienzo, dejando en él un barniz más claro, de color esperanza.
Veo que te incomoda verte tan claramente, sin adornos ni pretextos. Pero si te quedas es porque te inquieta lo que el espejo no muestra. No ves la risa que ahogaste tantas veces por no parecer superficial, los abrazos que no diste ni las cartas que dejaste pendientes. No están los amaneceres que ignoraste porque estabas siempre demasiado ocupado o demasiado cansado. El color aquí se vuelve algo más gris.
En fin, aquí estás. Eres en muchas cosas el mismo; el tipo que pierde todo, aunque guarde las llaves siempre en el mismo bolsillo. Te has convencido de que estás a salvo, de que cambiar sería peor que quedarte donde estás, y tú, como siempre, lo crees. Eres quien se prometió ser diferente, pero sigue usando los mismos zapatos desgastados. El que observa en silencio y piensa demasiado. El que guarda rencor por heridas que deberían haber sanado, y quien es capaz de perdonar cualquier cosa si se lo piden. Quien dice que está bien, pero evita mirarse al espejo.
No temas, no estoy aquí para juzgarte, sino para ayudarte a ver quién eres en verdad. ¿Te agrada lo que ves? Déjame contarte cómo llegaste aquí. No fue esa gran decisión que tomaste ni ese momento clave al que siempre señalas buscando culpables. Encontrar culpables es fácil; lo difícil es aceptar que no los hay. No, lo que ves es la suma de pequeñas renuncias. El instante en que dijiste «mañana» cuando querías decir «hoy». La vez que aceptaste menos de lo que querías porque era más fácil que pelear. La conversación en la que debiste hablar, pero te quedaste callado. Todas esas cosas fueron pequeños alfileres que clavaste en el lienzo de tu vida, sin notar que, con el tiempo, deformaban el trazo.
Pero no todo es oscuro. ¿Qué tal esa vez que saltaste en los charcos de agua, riendo hasta quedar empapado? Luego, cuando un par de miradas sorprendidas se clavaron en ti y lo que te nació hacer fue reír. Por un segundo, ignoraste tus cargas y volviste a ser niño. Para pintar esos recuerdos, usa colores vivos; sí, así, pon un azul más claro. Quizá no quedan más que destellos, pero están ahí.
Tienes suerte: el autorretrato no está terminado y aún queda espacio en el lienzo. Puedes dejarlo como está o empezar de nuevo, capa sobre capa, hasta que reconozcas algo de lo que te gustaría que fuera. Unos ojos más grandes, más vivos. Una nueva sonrisa, quizá incompleta pero sincera.
El pincel sigue en tu mano. Tiembla, sí, como si dudara contigo, pero aún está ahí. Aún hay un segundo más, un respiro más. Tic-tac, tic-tac. Sostenlo con firmeza y dibuja líneas nuevas. Atrévete a usar colores audaces y trazos inesperados, con fuerza y alegría. No temas equivocarte: este autorretrato no tiene que ser perfecto, solo tiene que ser tuyo. Anda, el lienzo espera.
Tarea: Elaborar un cuento con lenguaje literario de libre extensión, en voz narrativa de segunda persona que responda al título de AUTORRETRATO. El texto deberá contener, al menos, metáforas, ritmo e imágenes (amén de otros recursos literarios como hipérbaton, anáfora, elipsis, aliteración, onomatopeya, metonimia, hipérbole, oxímoron, polisíndeton, etcétera).