La noticia se extendió como una ráfaga de viento: en apenas unas horas, todo el pueblo supo que aquel hombre que daban por muerto, el que se perdió entre las olas, estaba de vuelta. Era un milagro. Su familia, sus vecinos y una multitud de curiosos acudieron a recibirlo y, en un santiamén, aquello se convirtió en una fiesta.

Como en todo pueblo pequeño, las cosas se conocían rápido y todos querían saber más de lo que le había sucedido, así que pronto la plaza quedó rebosante. Cada uno trajo algo al festejo improvisado. La música resonaba con fuerza, las mesas se llenaron de platos, y el aire olía a carne asada, especias y pan. El náufrago quedó sentado en el centro, con ropas nuevas que le quedaban grandes. Cualquiera podía darse cuenta de que había pasado por tiempos difíciles. Ahí, en medio de todos, daba la impresión de que no sabía qué hacer con el jarro de vino que alguien le había puesto entre las manos, mientras la gente a su alrededor sonreía y buscaba su mirada, como diciendo: «Aquí estoy, me acuerdo de ti».

Para muchos, él siempre fue un muchacho alegre, bromista y dispuesto a ayudar. Las personas mayores recordaban cómo les traía las bolsas del mercado o cargaba cosas pesadas cuando lo necesitaban, y los niños, que ahora ya no lo eran tanto, hablaban de los partidos de pelota que organizaba para ellos en las tardes de ocio. Era un buen muchacho a los ojos de todos.

La plaza giraba a su alrededor y él solo miraba; miraba a la multitud, las mesas repletas, los platos que se vaciaban y volvían a llenarse, las manos que llevaban bocados sabrosos a esas bocas alegres. Era la forma del pueblo de compensar los años que lo imaginaron comiendo raíces, cazando con manos temblorosas y lamiendo las gotas de lluvia que quedaban sobre las hojas. Sentado como estaba, sus ojos se detenían un instante en esta abundancia; luego respiraba hondo y apartaba la vista.

Aquí y allá, la gente intercambiaba las historias más descabelladas sobre el recién llegado y se estremecía al escucharlas. En una esquina, dos hombres cuchicheaban con las cabezas inclinadas. «Dicen que en la isla hablaba con sombras y espíritus», murmuró uno. «No, no fue así. Lo que se sabe a ciencia cierta es que sus noches eran tan largas que tuvo que inventarse voces para acompañarse y no sentirse solo». Otro añadió: «Esos son cuentos de abuelas. Lo que supe es que para poder comer cazaba pequeñas aves con trampas hechas de sus propios cabellos». Así hablaban, sin dejar de mirar esos ojos hundidos que parecían ver al infinito.

A cierta distancia, lejos de la mesa principal, una mujer observaba, sin decidirse a acercarse. Había sido su prometida. Juntos habían soñado con una casa al pie de la colina, hijos corriendo en el patio, noches de estrellas y risas. Cuando él desapareció, el dolor se quedó con ella. Lo buscó por todos lados y cada vez que veía a cualquiera embarcarse le rogaba que la ayudara a encontrarlo. Cuando las búsquedas cesaron, ella mantuvo la esperanza de su regreso, hasta que un día se marchó del pueblo para empezar de nuevo. Hacía poco que había vuelto, acompañada por un hombre y un hijo pequeño. La noticia de la llegada la tomó por sorpresa y le trajo a la mente recuerdos de alegría y de dolor. Parada y callada, no se animó a acercarse inmediatamente y, desde donde estaba, vio al náufrago alzar el jarro de vino y dar un pequeño sorbo, pero no encontró ningún placer en su mirada. Así es como ella supo que era diferente. No era el mismo que ella recordaba. Bajó la cabeza y quedó sumida en sus pensamientos.

La fiesta estaba en su apogeo. Lámparas y adornos de colores alegraban la plaza. Salidos de quién sabe dónde, nubes de niños se acercaban a rodearlo. Querían escucharlo hablar, reírse con él. Con esa inocencia infantil que a los adultos les parece falta de tacto, le pedían que contara sus historias, las miles de aventuras que imaginaban, lo que había pasado en soledad. Uno de ellos le acercó una fruta roja. «¡Prueba, está dulce!». Él tomó la fruta, madura y jugosa, la sostuvo por un momento sin verla y la dejó sobre la mesa. Los niños se miraron entre sí, desconcertados, y retrocedieron poco a poco.

«¡Vamos, baila conmigo!», casi le gritó en la cara una mujer muy alegre que lo agarró del brazo, tirando de él. «Siempre eras el primero en abrir los bailes». El náufrago se soltó con suavidad. Ella lo miró largo, asintió y regresó a donde estaban sus amigas.

Un grupo de mujeres lo observaba con atención. «¿Te fijaste en sus ojos? Cuentan que pasó tanto tiempo solo que aprendió a ver en la oscuridad, como un animal salvaje. Y que solo hablaba con las olas del mar», dijo una, y luego ella misma se contestó: «¡Qué tontería!». Pero en su voz había más inquietud que incredulidad. «Sí, tiene una mirada extraña», reflexionó otra. «Seguro que esos ojos han visto cosas que nosotras ni siquiera imaginamos».

Un compañero de escuela, uno de los más cercanos, se acercó sonriendo y se inclinó hacia él.

—¿Recuerdas cuando subíamos a la colina y robábamos ciruelas?

Él, que había sido su compañero de travesuras, ahora parecía no verlo realmente, como si lo mirara a través, sin siquiera parpadear.

Silencio. Unos minutos después, el amigo se alejó, apretando los labios.

La música de la banda se fue apagando. Las notas, antes alegres, se volvieron desganadas, hasta que cesaron por completo. Los músicos intercambiaron miradas incómodas antes de tocar una última canción y se retiraron sin despedirse.

El sol descendía en el horizonte, tiñendo el cielo de un naranja oscuro. Algunos intentaban continuar la conversación y reír para mantener viva la fiesta, pero las risas sonaban falsas. Uno a uno los invitados se fueron alejando. La prometida lo miró una vez más. Tal vez él la había visto a la distancia, pero, si fue así, ella no lo notó. Ni una sola señal de reconocimiento se pintó en su cara. Quiso llamarlo, decir su nombre. Pero al ver la mirada vacía en su rostro, entendió que no tenía sentido. Sus labios se cerraron en silencio. Tomó de la mano a su hijo, dio media vuelta y desapareció.

Los pocos que áún quedaban se fueron dispersando. En las mesas, la comida se enfriaba y las copas quedaron a medio vaciar. El náufrago tomó el pequeño barco de juguete que alguien había dejado frente a él, lo giró entre los dedos y lo devolvió a la mesa. Alzó la vista al horizonte, hacia el mar, y la brisa de la noche le acarició el rostro. En la plaza vacía, Lázaro estaba solo.