I
El hombre no podía haberlo adivinado cuando compró el muñeco al viejo ropavejero. Fue tarde cuando supo que aquello no era un muñeco, sino un duende perverso, un espíritu sin alma que vivía de la energía vital de todo aquel que tuviera la desgracia de estar cerca. Él mismo se fue perdiendo, lentamente, hasta convertirse en esclavo de sus caprichos. Cada tarde en el escenario, el improvisado ventrílocuo debía aceptar las peores humillaciones, mientras un público ignorante aplaudía el canto y las bufonadas soeces de aquel ser monstruoso. Casi se podían escuchar los pensamientos de la criatura, que parecían alzarse como gritos histéricos por encima del estruendo de sus conciertos: “sí, aplaudan. Más fuerte. Con energía. Estúpidos, no se dan cuenta de que pronto serán míos”.
II
Ahora, de pronto, […] nuestros ojos ven dondequiera muchedumbres.
José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas
Aquel muñeco era la encarnación del mal moderno. Un llamado a lo más bajo: al chiste fácil, la vulgaridad, el mínimo común denominador. Impotente, el pobre hombre que hacía las veces de ventrílocuo solo podía observar cómo el público se perdía, irremediablemente, en su propia animalidad.
Una carcajada a la vez.